¿Dónde buscamos la felicidad? Sobre la condición del hombre fracasado
El anhelo del hombre por Dios no podría ser satisfecho con nada de este mundo. Sólo aquel que no se une a Dios, no obtiene el Espíritu Santo y es uno que en verdad ha fracasado, porque ha fallado en alcanzar el objetivo de su existencia.
Creo que, de niños, a todos nos preguntaron alguna vez, nuestros tíos, tías o maestros, qué queríamos ser cuando llegáramos a grandes. La mayoría respondía que aviadores, marineros, cosmonautas... Las chicas, en general, soñaban con ser doctoras. Algunos otros —inocentemente y repitiendo lo que algún adulto les había enseñado— dijeron que querían ser... invitados.
Los jóvenes y los adolescentes de la educación secundaria y a un paso del bachillerato, hacían grandes planes. Hablaban sobre su futuro. Soñaban en voz alta... y espero que aún hoy se siga haciendo lo mismo. Algunos soñaban con tener una brillante carrera de militares, médicos o ingenieros. Otros deseaban tener una linda familia, una vida armoniosa con su esposa o esposo, y muchos hijos. Entonces se soñaba con los ojos abiertos, y cada uno describía, con colores hermosos y minuciosos detalles, la familia que habría de formar o el modo en que sus éxitos profesionales y grandes logros cambiarían el mundo.
A los 15-18 años, después de haber leído Julio Verne, Los cerezos, Los misterios de París, El Conde de Montecristo, y también Crimen y castigo, El diluvio, La guerra y la paz, todo parece posible. Después veías El Zorro, Los inmortales, El hombre araña, Esteban el Grande... y sentías que todo el mundo era tuyo y que puedes hacerlo todo, si quieres. Tenías esa sensación, de noche, cuando el cielo se mostraba lleno de estrellas, que si saltabas con fuerza podías atrapar alguna de ellas. Recuerdo que, subiendo la montaña con mis demás compañeros de clase, especialmente en la zona de Rarău, encaramados en las partes más altas, en la misma cima del mundo, la mayoría de nosotros abríamos los brazos, cual si fueran alas... y sentíamos que casi podíamos volar. Concebíamos nuestros propios sueños y vivíamos en ellos.
Pero los años pasan, como pesadas nubes sobre el campo. La infancia y la adolescencia se quedan atrás, en algún sitio. El joven se adentra en la vida, intentando encontrarse un lugar. Pero no está preparado para la frustración. Debe, sin embargo, curtirse y asentarse correctamente en la existencia. Dios permitió que muchos de nosotros soportáramos también el sufrimiento, pedagógicamente, para que no nos alejáramos de Él. Porque, ricos o pobres, más arriba o más abajo en la escala de valores de la sociedad, debemos permanecer con Dios. Y no nos estaremos equivocando.
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La sociedad de hoy, más que la de otros tiempos, promueve la idea que “realizarse” significa tener dinero, poder, una estupenda casa y un auto de lujo, casarse con alguien de abolengo, etc. Los modelos de nuestra sociedad son esos que “lo han logrado todo en la vida”: estrellas de cine, hombres de negocios, políticos que viajan por todas partes y aparecen cada día en los noticieros, deportistas talentosos. Las personas de estas categorías, como también de otras, intensamente mediatizadas, se “incrustan” en el subconsciente del niño, del joven y el de cualquier persona, convirtiéndose en su modelo de vida a seguir.
El sistema de valores de este mundo engulle al sistema de valores espirituales del creyente, que propone, como propósito de vida, el Reino de Dios. En pocas palabras, el individuo que ha alcanzado su seguridad material, además de cierto poder financiero o político, y del cual se habla mucho y con elogios, es uno que se ha “realizado”. Mientras, el pobre, el desconocido, el que aún no ha formado una familia, el que sobrevive con esfuerzo, es un “fracasado”. Nosotros, no obstante, sabemos que el hombre, como ser creado a imagen del Dios Santo, encuentra en la santidad el sentido último y pleno de su existencia. Citando el título de una de las obras de Nicéforo Crainic, “La santidad es la realización de lo humano”, entendemos que ni los bienes, ni el poder, ni el prestigio en determinado campo podrían realizar al ser humano. El anhelo del hombre por Dios no podría ser satisfecho con nada de este mundo. Sólo aquel que no se une a Dios, no obtiene el Espíritu Santo y es uno que en verdad ha fracasado, porque ha fallado en alcanzar el objetivo de su existencia. El hombre de hoy vive ávido de experiencias emocionales y de una forma de vida cada vez mejor, preocupado por su bienestar, su salud y, en general, por lo inmediato. Pero el propósito de aquel que no se conforma con poco, con lo que le ofrece este mundo, es la búsqueda de la santidad y su formación como plenitud de la vida humana en Dios.
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Cierta vez, un misionero que había trabajado muchísimos años en la India y un famoso cantante que volvía de dar una serie de conciertos coincidieron en el mismo barco, regresando a los Estados Unidos. Después de algunas semanas en el mar, la nave llegó al puerto de Nueva York. En el muelle, miles de personas se agolpaban, como esperando a un pasajero en especial. Por un momento, el misionero pensó que era él a quien esperaba aquella multitud. Ciertamente, había trabajado mucho en Oriente, construyendo iglesias, fundando centros misioneros y era reconocido en determinados círculos. Pero... no. Al desembarcar, entendió que todas esas personas eran admiradores del famoso cantante que había viajado con él, y que nadie había venido a esperarle.
—Señor, no puedo entenderlo, murmuró nuestro hombre. Dediqué cuarenta años de mi vida al trabajo misionero en la India, mientras que este hombre, que canta melodías mundanas, apenas estuvo un par de semanas en aquel lugar... y hoy le esperaban miles de personas para darle la bienvenida. Pero a mí, que vuelvo a casa después de tanto tiempo y sacrificio, nadie me espera, ni siquiera para ayudarme a bajar mi equipaje...
Entonces escuchó una voz, la del Señor, que le respondió:
—Hijo mío, ¡es que aún no has llegado a casa!