El alma del hombre bueno
Se dice que, una vez, unos malhechores entraron a la celda del padre Juan y este los recibió con tanta alegría, que corrió a traer un cubo de agua para lavarles los pies. Los bandidos, viendo la humildad del anciano, se conmovieron profundamente y, arrepentidos, le pidieron perdón.
Decía uno de los padres, al referirse al abbá Juan el Persa, que tan grande era el don de la Gracia Divina que había en él, que era incapaz de la más mínima maldad. El abbá Juan vivía en Egipto y, un día, le pidió prestada una moneda a un hermano, para comprar el material que necesitaba para trabajar. El hermano le dio el dinero y el abbá salió a comprar el lino que utilizaba para sus labores. Un poco más tarde, cuando el abbá Juan estaba empezando a trabajar, vino a verle un hermano, quien le dijo: “Por favor, padre, ¿puede darme un poco de lino? Necesito hacerme una nueva camisa”. Entonces, el padre cortó un trozo de lino y se lo dio al otro, quien partió muy agradecido. Más tarde, otro monje vino a decirle: “Padre, necesito un poco de lino, porque tengo que hacerme un mandil”. Y el anciano cortó otro trozo y se lo dio. Finalmente, vino a buscarle el que le había prestado el dinero, para pedírselo de vuelta. El anciano se levantó y le dijo: “Ahora te lo traigo”. Sin saber de dónde iba a sacar ese dinero, el abbá salió de su celda. Afuera, decidió ir a buscar al padre Jacobo, que era diácono, para que le diera una moneda y así poder pagarle al otro. Y, mientras caminaba, vio algo que brillaba en el suelo, entre la maleza. Era una moneda, exactamente del mismo valor que la que necesitaba. Pero el abbá Juan, sin tocarla, se persignó y, orando, se encaminó de vuelta a su celda. Ni bien había entrado, cuando el que le había prestado el dinero vino a pedírselo nuevamente. Y el anciano le dijo: “No te preocupes, que te lo devolveré”. Y, saliendo otra vez, se dirigió al lugar donde había visto la moneda en el suelo. Y ahí mismo la encontró, sin que nadie se la hubiera llevado. El anciano se persignó y volvió a su celda. A los pocos minutos, su insistente acreedor vino a buscarle otra vez, para pedirle que le devolviera su moneda. El anciano le volvió a decir que no se preocupara, que se la iba a devolver, y se encaminó nuevamente hacia el lugar donde había visto aquella moneda abandonada. Al llegar, notó que la moneda seguía ahí, pero, esta vez, haciendo una oración, se agachó y la recogió. Sin embargo, en lugar de regresar a su celda, fue a buscar al padre Jacobo, a quien le dijo: “Hace algunas horas, cuando venía a verle, padre, encontré esta moneda tirada entre unos matorrales. Le pido, por favor, que lo anuncie entre los demás monjes, hasta que aparezca su legítimo dueño. Y, cuando esto suceda, por favor, désela”, y le entregó la moneda. Durante tres días, el diácono anunció por todas partes el hallazgo de la moneda, pero nadie la reclamó como suya. Entonces, el abbá Juan le dijo al diácono: “Si nadie quiso reivindicar este dinero, le pido, padre, que se lo entregue al hermano R., con quien tengo una deuda. Porque fue justamente cuando venía a verle a usted, para pedirle que me prestara la misma cantidad para pagarle a R., que vi por primera vez esta moneda en el suelo”. Al escuchar esto, el diácono se quedó admirado de cómo el anciano Juan no quiso tomar la moneda desde la primera vez que la vio, aun teniendo una deuda por la misma cantidad, la cual hubiera podido saldar desde el primer momento. Pero lo que más admiración despertaba en el diácono, era el hecho de que, cuando alguien venía a pedirle prestado algo al padre Juan, este no solamente lo daba con gusto, sino que también le decía al hermano: “Ve, hermano, y cómprate lo que necesitas”. Y si su deudor le llevaba algo a él, como comida o algo así, el padre Juan no lo aceptaba, sino que decía: “¡Por favor, hermano, llévatelo a tu celda! ¡Tú lo necesitas más!”. Y si el que le había pedido prestado no le llevaba nada, el anciano no hacía ningún comentario.
También se dice que, una vez, unos malhechores entraron a la celda del padre Juan y este los recibió con tanta alegría, que corrió a traer un cubo de agua para lavarles los pies. Los bandidos, viendo la humildad del anciano, se conmovieron profundamente y, arrepentidos, le pidieron perdón.
(Traducido de: Patericul, ediția a IV-a rev., Editura Reîntregirea, Alba-Iulia, 2004, pp. 123-124)