Palabras de espiritualidad

El amor que nunca nos sacia

  • Foto: Adrián Sarbu

    Foto: Adrián Sarbu

El amor en Cristo no cambia. El amor terrenal dura poco y gradualmente se va extinguiendo, en tanto que el amor divino se hace cada vez más grande y más profundo. Cualquier otra forma de amor puede llevar al hombre a la desesperanza.

Cristo es lo más excelso que alguien podría desear. No hay nada más sublime. Todo lo que es perceptible lleva al hastío, solamente Dios no. Él es todo. Dios es lo más alto que alguien podría anhelar. Ningún otro gozo, ninguna otra belleza puede comparársele. ¿Qué cosa podría compararse con lo que es más excelso? El amor por Cristo es algo distinto. No tiene fin, es insaciable. Da vida, fuerzas, salud, etc. Y, mientras más da, más quiere el hombre enamorarse de él. Por su parte, el amor meramente humano puede terminar dañando al hombre, enloqueciéndolo.

Cuando amamos a Cristo, todo lo demás se queda en un segundo plano. Las demás formas de amor tienen un punto de hartazgo, solamente el amor de Cristo no lo tiene. El amor físico llega también a ese mismo hastío. Después empiezan los celos y el descontento, al punto de llegar al crimen. Hasta se puede convertir en un odio encarnizado. El amor en Cristo no cambia. El amor terrenal dura poco y gradualmente se va extinguiendo, en tanto que el amor divino se hace cada vez más grande y más profundo. Cualquier otra forma de amor puede llevar al hombre a la desesperanza. El amor divino, sin embargo, nos eleva a los dominios de Dios, nos da paz, alegría, plenitud. Todos los demás placeres llegan a cansar, en tanto que este nunca nos sacia. Es, ciertamente, un deleite que no se termina, con el cual el hombre nunca termina de colmarse. Es lo más alto que alguien podría desear.

Sólo en un punto cesa ese anhelo: cuando el hombre se une a Cristo. Ama, ama y ama, y mientras más ama, más quiere amar. Cuando observa que aún no se ha unido a Cristo, el hombre siente que todavía no se ha entregado al amor de Dios. Y siempre tiene el estímulo necesario, el deseo y el mismo regocijo para alcanzar lo más elevado que puede desearse: Cristo. Ayuna, hace postraciones, ora y, con todo, siente que le falta algo. No se da cuenta que ya ha alcanzado ese amor. No siente que lo que desea ya le ha llenado, que lo ha recibido ya, que lo está viviendo. Ese amor divino es el mismo por el cual suspiran fervientemente todos los ascetas. Y con él se embriagan como con un vino espiritual. Así, puede que el cuerpo envejezca y se marchite, que el espíritu seguirá floreciendo y rejuveneciéndose sin cesar.

(Traducido de: Părintele Porfirie, Ne vorbește părintele Porfirie, Editura Egumenița, p. 170-171)