Palabras de espiritualidad

El ayuno nos asemeja a los ángeles

  • Foto: Oana Nechifor

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La mejor síntesis de las enseñanzas sobre el ayuno, la encontramos en San Basilio el Grande, que dice: “Si todo el mundo ayunara, no se fabricarían más armas, no habrían más guerras, no existirían más los juzgados y prisiones. El ayuno ayudaría a todos a abstenerse, no sólo de comer, sino también de la avaricia, la gula y cualquier otro vicio. Y es que el ayuno nos hace semejantes a los ángeles”.

Formulando una simple definición, podría decirse que el ayuno consiste en la abstención total o parcial de consumir determinados alimentos y bebidas, de la unión carnal y de las distracciones, durante un cierto período de tiempo, con un fin religioso-moral. Y no sólo esto, porque esa abstención alimentaria no es más que la parte visible del ayuno cristiano. La parte invisible, interior, espiritual, que es usualmente más importante que la física, consiste en la sobriedad espiritual ante pensamientos, deseos, pasiones, palabras y malas acciones.

Nuestra Iglesia considera que el verdadero ayuno es total, integral, del cuerpo y del alma. Los Santos Padres subrayaron que el ayuno del cuerpo, sin el del alma, es carente de todo valor moral. Y es que los propósitos del ayuno comprenden: la práctica más frecuente de la caridad, la intensificación de la oración a Dios, el arrepentimiento, la preparación para la Santa Confesión y para la Comunión del Cuerpo y la Sangre del Señor.

Los Santos Padres dicen que el ayuno frena los deseos del cuerpo (San Evagrio el Monje); estimula, además, la voluntad para dominar el apetito del vientre, que aleja todas las virtudes (Nilo el Asceta); es también un sacrificio agradable a Dios; asimismo, facilita la práctica de las virtudes y ayuda la oración; además, purifica el organismo de toxinas, lo renueva y lo libra de enfermedades, incluso sanando algunas de ellas.

Otros Santos Padres, como Basilio el Grande y Juan Crisóstomo, nos muestran el origen divino del ayuno, en el Paraíso, cuando Dios le prohibió a nuestros proto-padres comer del fruto prohibido. Si Adán y Eva hubieran cumplido con ese ayuno, no nos haría falta ayunar actualmente. Nos enfermamos por culpa de nuestra desobediencia; por eso, sanamos nuevamente sólo si obedecemos Dios y si practicamos el ayuno. Todo esto lo encontramos explicado el Domingo de la expulsión de Adán del Paraíso (cuando empieza la semana en que se consume sólo lácteos, de acuerdo al calendario ortodoxo), como último domingo antes del Ayuno Mayor.

Practicado desde tiempos antiguos, el ayuno puede encontrarse casi en todas las religiones y pueblos, en formas y acepciones diferentes, adaptadas a cada época, lugar, nivel de civilización y a cada práctica religiosa específica.

Los hebreos, en el Antiguo Testamento, practicaban el ayuno que les pedía la Ley de Moisés (Deuteronomio 9, 10; Levítico 16, 29-31; Jueces 20, 26; I Samuel 7, 6; Isaías 58, 6; Joel 2, 15; Jonás 3, 5-8). A partir de la parábola del publicano y el fariseo conocemos que los hebreos ayunaban dos veces a la semana, martes y jueves.

El mismo Señor Jesucristo se retiró al desierto, ayunando durante cuarenta días y cuarenta noches (Mateo 4, 2; Lucas 4, 2). Jesús practicó el ayuno, mostrándonos su sentido verdadero para que siguiéramos ese ejemplo y aprendiéramos la forma en que debe realizarse (Mateo 6, 16-18). Aún más, Él nos recomendó ayunar, junto a la oración y la señal de la Santa Cruz, como armas en contra del maligno. (Mateo 17, 21; Marco 9, 29).

Los Santos Apóstoles y sus discípulos se preparaban para las misiones importantes, ayunado y orando (Hechos 13, 3; 14, 23). En los cánones 66 y 69 apostólicos, en las Constituciones Apostólicas 5, 15, los Santos Apóstoles recomendaron a todos los cristianos ayunar, como obligación general.

Los Santos Padres de los siglos siguientes practicaron y recomendaron también el ayuno, subrayando su valor especial. El ayuno fue institucionalizado, más tarde, en determinados Concilios ecuménicos y particulares, así como por parte de algunos de los Santos Padres (89 sínodo VI ecuménico; 49, 50, 51 y 52 Laodicea; 1 Dionisio de Alejandría; 15 Pedro de Alejandría; 8 y 10 Timoteo de Alejandría, etc.).

San Casiano decía que la norma principal, en relación a la alimentación, es darle al cuerpo no lo que pide para satisfacer sus placeres, sino lo que necesita para corregir sus debilidades. San Máximo el Confesor decía. “Los que se regocijan con la comida, por otros motivos que no sean alimentarse y cuidar de su salud, serán condenados junto a los que se abandonan al desenfreno”. San Juan Crisóstomo dice que el ayuno nos fue dejado por Dios como un medicamento salvador, para purificar el pecado del desenfreno y para que toda preocupación terrenal sea dirigida a la actividad espiritual.

Especialmente, en el período de los cuatro ayunos (Natividad, Pascua, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y el de la Dormición de la Virgen), los cristianos se preparan espiritual y físicamente para la Santa Confesión y la Santa Eucaristía. La gracia del Espíritu Santo puede llevarnos, tan sólo a través de la Iglesia, de los Sacramentos y del sacerdote, a la disciplina de lo biológico y a la canalización de las energías que hay en nuestro ser, para alcanzar los propósitos del ayuno.

La mejor síntesis de las enseñanzas sobre el ayuno, la encontramos en San Basilio el Grande, que dice: “Si todo el mundo ayunara, no se fabricarían más armas, no habrían más guerras, no existirían más los juzgados y prisiones. El ayuno le ayudaría a todos a abstenerse, no sólo de comer, sino también de la avaricia, la gula y cualquier otro vicio. Y es que el ayuno nos hace semejantes a los ángeles”.

El ayuno hace que el alma brille y eleva los sentimientos, sometiendo el cuerpo al alma, haciendo que el alma se tranquilice y se humille, disipando la nube de los deseos, extinguiendo la llama del desenfreno e iluminando la sabiduría del hombre. El ayuno protege a los niños, purifica al joven, llena de merecimiento al anciano. El ayuno perfecciona al cristiano.