El misterio de la Verdad no reside en las cosas, ni en las ideas, ni en los símbolos, sino en una Persona. En la Persona divino-humana del Señor Cristo. “Yo soy la Verdad”. En Él mora la Verdad absolutamente perfecta: nunca disminuida, nunca cambiante, siempre Una y la Misma en su plenitud total. Siempre Una y la Misma ayer, hoy y por los siglos de los siglos. La Verdad es eternamente eterna; en el tiempo, es eternamente viva; en lo limitado, es ilimitada; en lo mortal, inmortal. Todos los demás destellos de verdad brotan de Él, la Verdad, como los rayos del sol, y por eso también ellos participan de la inmortalidad y de la eternidad. En realidad, todos los dogmas conforman un único y mismo Acontecimiento de la Verdad: el Dios-Hombre, el Señor Cristo. Todos conducen hacia Él, porque de Él provienen. Todos llevan a Él del mismo modo en que cada rayo conduce al sol.

Si el ser humano se pone en marcha y recorre hasta el final la verdad acerca del Bien, necesariamente llegará a nuestro Señor Jesucristo, Quien es su fuente, su autor y su origen. Si sigue hasta el final la verdad acerca de la Justicia, de nuevo tendrá que llegar a nuestro Señor Jesucristo, Quien es su manantial, su hacedor. Si camina hasta el fondo de la verdad sobre la vida, el mundo, la eternidad, el amor, la perfección, la misericordia, la bienaventuranza, la mansedumbre, la esperanza, la oración o la fe, siempre llegará a nuestro Señor Jesucristo, su único origen y creador. El hombre que cultiva la fe ortodoxa siente con todo su ser y reconoce que no existe nada relativo, ni de este lado ni del otro lado del sepulcro. A través de todas sus luchas, acontecimientos y experiencias, con toda su alma avanza y tiende hacia lo infinito y hacia la eternidad: hacia el infinito y la eternidad de Cristo.

(Traducido de: Sfântul Iustin Popovici, Dogmatica Bisericii Ortodoxe, volumul I, Editura Doxologia, Iași, pp. 28-29)