Palabras de espiritualidad

El cristiano y el mundo

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Translation and adaptation:

Todo cristiano es consciente, al mismo tiempo, de la presencia de la gloria celestial y eterna, y del amenazador nubarrón de la muerte, que flota sobre el mundo.

El Señor dijo: “Tú, cuando reces, entra en tu habitación, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está presente en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará (Mateo  6, 6). La verdadera oración obra en nuestras profundidades más íntimas, esas que hemos aprendido a ocultar a los demás. Si he de atreverme a hablar de esas cosas, tan sagradas para cada uno de nosotros, me veré forzado a hacerlo desde la atmósfera trágica y de tensión del mundo, especialmente desde mi propia conciencia, porque ambos le pertenecemos a Cristo. Compartimos, en consecuencia, algo que se nos permitió conocer gracias a un don venido de lo Alto. (Les pediría que oren mientras leen, tal como también yo le pido a Dios que me inspire palabras que sean de Su agrado). Cristo nos dio la palabra que recibió del Padre (Juan 17, 14).

Y El habló de Sí mismo como de una piedra que habrá de despedazar a quienes caigan sobre ella y pulverizar a quienes ella les caiga encima (Mateo 21, 44). ¿Cómo explicar esto? ¿Caeremos sobre la piedra o ella nos caerá a nosotros? No lo sabemos. Pero, sea como sea, hemos sido arrojados a un mundo conformado por realidades de cuya existencia antes no teníamos conocimiento. Antiguamente, cuando la vida de la mayoría de hombres transcurría en los sagrados canales de la tradición establecida y ordenada, las palabras de Cristo eran presentadas de una forma tal que no molestaran. Pero hoy, con el mundo entero lleno de la desesperación del hombre, con la protesta de las conciencias ultrajadas, con la violencia que amenaza con engullir nuestra existencia entera, tenemos que hacer que nuestra voz sea escuchada, porque en la situación actual las palabras hermosas no resuelven nada y resultan insuficientes. Todos necesitamos, hoy en día, de una fe firme en la victoria eterna de Cristo, para que también nosotros seamos invecinbles espiritualmente.

Muchas cosas dependen de nosotros mismos, como el hecho de recordar que al ser bautizados recibimos un nuevo nacimiento desde lo Alto, en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Los bautizados “con el Espíritu Santo y el fuego” (Lucas 3,16) sienten, en sus oraciones, que cada instante de la vida se halla envuelto en la Eternidad divina. En todo momento y en todo lugar nos hallamos en la mano invisible de nuestro Padre Celestial.

Todo cristiano es consciente, al mismo tiempo, de la presencia de la gloria celestial y eterna, y del amenazador nubarrón de la muerte, que flota sobre el mundo. Sin embargo, aunque el sentimiento de la muerte atormenta al alma, no es capaz de extinguir el fuego de la fe. La oración que palpita en nuestro interior nos sitúa en la frontera entre dos mundos: uno, temporal, y otro que está por venir (Hebreos 13, 14).

Esta dolorosa realidad nos fuerza a una imploración aún más ferviente. Reconocemos nuestra enfermedad y el poder mortal del pecado que radica en nosotros, y pedimos que venga un médico a tratarnos. Entonces, Aquel que dijo que “no vino a llamar a los justos a la contrición, sino a los pecadores”, agregando que “los sanos no necesitan de un médico, sino los enfermos (Mateo 19, 12), responde en verdad a nuestras invocaciones. Él sana nuestra alma de toda enfermedad, dándole energías nuevas, alumbrándola con una luz que no tiene final.

(Traducido de: Arhim. Sofronie Saharov, Rugăciunea, experiența Vieții Veșnice, Editura Pelerinul, p. 58-59)