El espejo de las palabras espirituales
A través de las palabras de la Escritura, todos podemos conocernos a nosotros mismos, saber quiénes somos y hacia dónde vamos…
Ya que tengo que escribir sobre un asunto que no siempre se entiende bien, pensé que sería apropiado traer a colación un suceso, para podría explicar de mejor manera lo que quiero decir.
Cerca de un mercado de ganado, había una tienda con productos de cristal. Entre las cosas que tenían a la venta, había un espejo grande, de pared. Cada día, temprano en la mañana, el propietario del negocio ponía en la vitrina los objetos más bellos que tenía, incluyendo aquel espejo. Todas las personas que iban al mercadillo se detenían frente a la vitrina, para contemplar su reflejo. Algunos de ellos aproechaban para colocarse mejor el sombrero, o para arreglarse un poco la ropa.
Uno de esos días, pasó por allí un comerciante de ganado, que llevaba unas cuantas cabras y un macho cabrío, fuerte y robuisto, atado con una cuerda. Al pasar frente al espejo, el macho cabrío no permaneció indiferente. Le atrajo el movimiento que reflejaba el espejo… y vio a un macho cabrío fuerte como él, que venía en su contra. Se tensó, sacudió la cabeza, y lo mismo hizo su adversario del espejo. Mientras tanto, su dueño estaba distraído cuidando a los demás animales que llevaba consigo.
Viendo que su adversario del espejo parecía igual de desafiante que él, y, como en su naturaleza estaba el luchar, queriendo anticiparse al ataque del otro, se abalanzó en su contra… y en pocos segundos finalizó la contienda contra el atrevido animal del espejo. La vitrina, el espejo y los demás objetos de cristal terminaron hechos añicos, desperdigados en miles de pedacitos por el suelo del lugar.
El precio de la venta del macho cabrío no fue suficiente para cubrir los daños causados. Fue necesario completer el pago con una buena suma de dinero para dar por finalizado el conflicto. Mientras se resolvía el asunto, los presentes empezaron a conversar entre sí. Unos decían que todo era culpa del ganadero por no haber sujetado bien al animal. Otros decían que era culpa del dueño de la cristalería, por haber puesto su almacén a un lado del camino. Pero también hubo otros que decían que era culpa del espejo, porque, “si no hubiera estado ahí, el animal no habría visto su reflejo y no habría pasado nada”. Y hubo quien salió en defensa del espejo, argumentando que “cada día pasan muchas personas por el camino, y a nadie se le ocurre ponerse a discutir con un cristal. ¿Por culpa de una cabra necia ya no se puede vender espejos?”. En pocas palabras, cada quien tenía su propia opinión. Pero también estaba ahí un hombre un poco más sensato, quien anteriormente había tenido sus más y sus menos con aquel animal. Este hombre dijo que nadie más tenía la culpa en aquel incidente, fuera del macho cabrío, “porque muchas veces me ha querido embestir, y eso que no soy de cristal como el espejo”.
Ahora, hermanos, detengámonos un poco (mientras descansa un poco el animal de nuestra historia) y volvamos a nuestros días. Porque mi intención es hablarles de otro espejo, pero preferí alargarme con el relato anterior para que me entiendan mejor.
Las palabras del Santo Evangelio, sumadas a las de los Santos Padres y a cualquier otra guía espiritual, conforman una especie de espejo para nuestra alma. Este es el espejo que nos incumbe.
En las palabras espirituales (que contienen testimonios de la Sagrada Escritura) cada uno de nosotros puede ver su propio rostro interior como en un espejo. Uno puede ver sus pasiones ocultas, otro reconoce sus virtudes; uno ve el rostro de la mansedumbre y de la humildad, otro descubre la dureza de su corazón y su orgullo. Uno reconoce los colmillos de la difamación y la envidia, en tanto que otro ve los cuernos del orgullo y de la ira. Uno contempla las flores de la bondad, mientras que otro ve las espinas de la maldad. En resumen, podemos decir que, a través de las palabras de la Escritura, todos podemos conocernos a nosotros mismos, saber quiénes somos y hacia dónde vamos. Y es que la Escritura refleja todos los misterios de la vida humana, desde la creación del mundo hasta el fin de los tiempos.
Por eso es que Agustín de Hipona, reuniendo en uno de sus libros los textos más bellos de la Santa Escritura, decidió titularlo El espejo. También yo he tratado de reunir muchos textos de provecho de las Santas Escrituras, para componer una suerte de espejos espirituales. En dichos espejos cada uno puede reconocer sus defectos y limitaciones espirituales, así como los medios para enmendarse. No obstante, confieso que soy el primero en ver mi fealdad interior.
Por supuesto, ante estos espejos espirituales nadie puede permanecer indiferente. Algunos se avergüenzan y procuran ocultar o corregir sus defectos (como hacen algunos cuando se arreglan la ropa frente al espejo). Pero quienes son más adustos y obstinados, cuando llegan ante el espejo espiritual (de mis escritos), se irritan aún más y sacuden la cabeza (como el macho cabrío). Pese a ello, cuanto más se encrespan, tanto más el espejo los muestra deformes, y las palabras los reprenden con mayor fuerza. Y los que intentan golpear (es decir, resistirse), se hieren como con aguijones, porque las palabras de la Escritura son aguijones para los indóciles que se lanzan llenos de ira (como el macho cabrío contra el espejo)
A estos se les aplican las palabras que el Señor dirigió al perseguidor Pablo, cerca de Damasco: “Dura cosa te es dar coces contra el aguijón”. También yo me atrevería a decirles a quienes se encolerizan y buscan romper los espejos (es decir, destruir las páginas): “¡Qué duro os es luchar contra las palabras espirituales, pues no son mías, sino de las Sagradas Escrituras! En fin, podéis injuriar al que escribe, podéis mostrar todos sus defectos, pero cuidad de cómo os muestra el espejo, y si acaso notáis que se ven colmillos, cuernecillos o señales rojas, sabed que no es culpable el espejo, ni tampoco el mercader”.
Escuchemos todos el clamor de estos espejos, porque es la voz salvadora de las Santas Escrituras, que nos exhorta al arrepentimiento, porque “los días son malos y el invierno es duro” (como dice el Santo Apóstol Pablo).
(Traducido de: Sfântul Ioan Iacob de la Neamț - Hozevitul, „Pentru cei cu sufletul nevoiaș ca mine...”, Editura Doxologia, Iași, 2010, pp. 408-410)