El mar de esta vida
Preparémonos para hacernos dignos del encuentro, en el Reino de los Cielos, con nuestros parientes justos, cumpliendo con las disposiciones de la Iglesia, pero especialmente con la oración y el amor.
El mar no se tranquiliza jamás. Y no me refiero a la tormenta que hace que el mar luche consigo mismo. El mar no se tranquiliza ni siquiera cuando duerme, cuando se serena, cuando parece terso y silencioso. Su movimiento se puede observar en ese ir y venir, en su flujo y reflujo. La arenosa orilla se observa, o limpia y blanca, o completamente cubierta de agua espumosa. Esto sucede diariamente, en intervalos establecidos desde que existe el mundo, desde el momento en que el Creador lo ordenó, en el tercer día de la Creción: “Reúnanse en un solo lugar las aguas inferiores y aparezca lo seco” (Génesis 1,9). ¿Acaso no hablamos también nosotros, hermanos, del mar de la vida, de las olas de la vida, de las tormentas de la vida, de una nave navegando por el mar de la vida, de alcanzar un puerto seguro? ¡Y no nos equivocamos al hablar así! Todo aquello se asemeja a nuestra vida. No obstante, raras veces hablamos del flujo y reflujo de la vida, a pesar de que es algo importante de mencionar, sobre todo si nos referimos a nuestro destino en la vida de aquí y de allá. Digo esto, pensando en las dos orillas del mar de la vida. Una está en este lado y la otra, en el otro.
Es verdad que la otra orilla no se ve, pero sabemos que viajamos —por el mar de esta vida—, desde esta orilla visible a la otra, que no podemos distinguir. Ambas orillas tienen muchas semejanzas y diferencias entre sí. Una gran diferencia consiste en el hecho que en esta orilla se siente, sea el flujo, sea el reflujo, en tanto que en la otra se siente y se ve solamente el flujo. ¿Qué significa esto? Que algunas veces, aquí, son más los que nacen, otras los que mueren, mientras que en la otra orilla lo que hay es un flujo incesante, sin resaca, un fluir que no se detiene.
Hermanos, nacemos de este lado, pero no para quedarnos siempre de este lado. Vivimos aquí, pero no para esta vida. En el instante en que nacemos aquí, somos inscritos en el libro eterno del otro mundo, entre los habitantes y ciudadanos de aquella costa, de la que no se puede volver. Y mientras más grande es el reflujo en esta orilla, más grande es flujo en la otra. Todos lloramos por nuestros parientes y amigos difuntos, porque la muerte significa separación, y el amor no puede soportar cualquier separación sin llorar. También Cristo, vencedor de la muerte, lloró por Su amigo Lázaro, al saberle muerto. El calor del amor es eso que descongela nuestro corazón y provoca las lágrimas. El amor no soporta la separación o el alejamiento sin sentir dolor. El amor busca la cercanía, la unidad, incluso la semejanza, entre dos o más personas. “Yo estoy en el Padre y el Padre en Mí” (Juan 14,1 1), “Que todos sean uno, como tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, que ellos también sean uno en Nosotros” (Juan 17, 21). Este es el amor.
Quienes están tristes, no crean que no veo la dolorosa pregunta brotándoles de los labios: “¿Por qué el Dios del amor se llevó a mi amor, a mi dulce hijo? ¿O a mi hermano? ¿O a mi hermana? ¿O a mis hijos? ¿O a mis amados nietos? ¿O a mi buen esposo? ¿O a mi esposa? ¿O a mi nuera, a mi cuñado o a mi abuelo?”. Oh, hermanos míos, Dios se los llevó precisamente por amor, porque Él es nuestro Dios, el Dios del amor, y se los llevó al otro mundo, ahí en donde hay un incesante flujo de viajeros, que vuelven desde países muy lejanos a la patria eterna, a su Padre celestial.
Cuando vino la guerra, en esta orilla se formó un enorme reflujo, pero en la otra lo que hubo fue un flujo enorme. Una muchacha recoge flores con su mano, en el jardín, en tanto que el segador abarca mucho más terreno. En tiempos de paz, los ángeles de Dios recogen uno a la vez, pero en tiempos de guerra lo hacen con la segadera.
¿Es justo Dios? Es mucho más que justo. ¿Es Dios misericordioso? Es mucho más que misericordioso. ¿Acaso no es justicia y misericordia que se lleve a tu hijo, para que deje de sufrir en este mundo y se goce de Su Reino? Si algún rey de este mundo te pidiera llevarse a tu hijo, para tenerlo a su lado en la corte, para que aprenda y crezca allí, seguramente aceptarías con alegría. Pero lo que ocurre es que todos los reyes de este mundo son mortales. Cuando ese soberano muera, tu hijo podría ser echado de la corte. Pero el Rey Celestial no muere. Y, a Su lado, tu hijo tiene asegurada la felicidad eterna, que es algo que ninguna pluma podría describir y ninguna lengua relatar. Por eso, nos postramos ante Dios el Señor, Soberano de la vida y la muerte, y nos confiamos a Su santa Voluntad.
Preparémonos, pues, para hacernos dignos del encuentro, en el Reino de los Cielos, con nuestros parientes justos, cumpliendo con las disposiciones de la Iglesia, pero especialmente con la oración y el amor. Amén.
(Traducido de: Sfântul Nicolae Velimirovici, Prin fereastra temniței, Editura Predania, 2009, p. 92)