El preciado don de la libertad
Dios le dice al hombre, cada día: “Pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, para que vivas tú y tu descendencia” (Deuteronomio 30, 19). Solamente ejerciendo su libre albedrío, el hombre se vuelve verdaderamente humano.
Dios, el Creador, es libre. Hecha según Su imagen, la criatura humana ha sido dotada también con la libertad. Fundamentalmente, ¿en qué se diferencia el hombre de los animales? Ante todo, en su conciencia de sí mismo; (porque tiene) la voz de la conciencia, el libre albedrío, la capacidad de tomar decisiones morales. Ahí donde las demás criaturas, los animales, actúan por instinto, el hombre se halla con su conciencia ante Dios, plenamente consciente del aquí y el ahora, del momento crítico y las circunstancias: él elige. Dios le dice al hombre, cada día: “Pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, para que vivas tú y tu descendencia” (Deuteronomio 30, 19). Solamente ejerciendo su libre albedrío, el hombre se vuelve verdaderamente humano.
El ser humano es, así pues, en primer lugar, un ser libre. Dostoyevski nos lo recuerda con vehemencia en Los hermanos Karamazov, por medio de la figura del “gran inquisidor”, quien reconoce que el don que Cristo le da a la humanidad es la libertad: el Hijo de Dios vino para hacernos libres (Juan 8, 36). Pero esta libertad es, según la opinión del anciano cardenal, una carga demasiado pesada para los hombres, una espada muy afilada que no puede ser manipulada: la humanidad sería más feliz si se le privara de dicho don. “He corregido vuestra obra”, le dice el inquisidor a Jesús.
En ciertos aspectos, sin duda, tiene razón: la libertad muchas veces demuestra ser un don terrible. Pero, en tanto es menos libre, el hombre es menos humano.
(Traducido de: Episcopul Kallistos Ware, Împărăția lăuntrică, Editura Christiana, 1996, p. 36)