Palabras de espiritualidad

El propósito último de nuestra existencia

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

El hombre tiene tres funciones espirituales: el sentimiento, la razón y la voluntad; además, tiene una conciencia moral y libre albedrío.

“Dios es santo”, encontramos escrito varias veces en la Biblia (Salmos 98, 10; Apocalipsis 15, 4) y es también a partir de otros testimonios bíblicos que sabemos que Dios creó al hombre a Su imagen (Génesis 1, 26). Luego, lógica y teológicamente hablando, si Dios creó al hombre según Su imagen, se entiende que también le concedió las capacidades necesarias para que llegue a ser semejante a Él, deificándose y alcanzando la santidad de acuerdo con el modelo del Arquetipo.

La esperanza de salvación existirá y seguirá existiendo mientras el hombre habite la tierra. Ya que el hombre tiene una estructura psico-física, un componente material-físico y uno inmaterial-espiritual, es inevitable la transformación y aniquilación de su parte terrenal, es decir, el cuerpo, cuando deja de vivir. Esto es algo que necesariamente tenemos que entender. La palabra “santo” en griego es “aghios”, derivado de “ghis-ghi” es decir, “tierra”. Entonces, “aghios” significa “no-terrenal”.

El hombre que entiende esto al practicar las virtudes, tiende cada vez más, meintras vive, a separarse de lo terrenal, lo carnal, porque no sigue ese ideal para situarse en un estadio desolante, el de la esclavitud de los sentidos, la sensualidad o lo instintivo de los animales. Los animales no tienen alma ni razón, solamente el instinto que conduce todas y cada una de sus acciones. En cambio, el hombre tiene tres funciones espirituales: el sentimiento, la razón y la voluntad; además, tiene una conciencia moral y libre albedrío, es decir, la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. Contando con estos rasgos espirituales, todos somos responsables de los actos que realizamos.

(Traducido de: Protosinghelul Ioachim Pârvulescu, Cele trei mari mistere vizibile și incontestabile din Biserica Ortodoxă, Editura Amacona, 1997,  pp. 137-138)