Palabras de espiritualidad

El sacrificio espiritual nos ayuda a ver a Dios en nuestro interior

  • Foto: Constantin Comici

    Foto: Constantin Comici

Aprendamos a despreciar al demonio, repitiéndonos una y otra vez: “Si hago esto y aquello, mi ángel se enfadará conmigo”. Amemos mucho a nuestro ángel custodio, para que nos proteja de la envidia del maligno.

El sacrificio espiritual es profundo y excelso. Es difícil, sí, pero también está lleno de la Gracia de Dios. Aquel que se esfuerce, seguramente podrá ver a Dios en su alma. Verá la grandeza de Dios, y dirá: “¿Cómo es que has venido a mí, oh Cristo mío? ¿Cómo has venido a morar en mí, que soy una vasija sucia? ¿Qué hay de bueno en mí, para que vengas a mi interior?”. Por esta razón, tenemos que preparar el trono, es decir, nuestra alma, para que venga Cristo a morar en ella. No descuidemos ni el más mínimo detalle de nuestra vida, y con mucha atención acerquémonos a los Divinos Misterios, que no se pueden cambiar por nada. ¡Y cuántos milagros ocurrirán en nuestra vida!

Cultivemos el amor a Dios, a nuestros semejantes, a todo el mundo. La madre Agapia, de este monasterio, solía decir: “¡Que Dios salve a todo el mundo!”. ¡Y con cuánto amor lo decía! Que Dios nos ampare, nos redima y nos conceda la contrición. Y Él nos recompensará según nuestro esfuerzo espiritual. Cristo es muy justo al recompensarnos. Si cuidamos nuestra mente, nos recompensa, Si cuidamos nuestro corazón, nos recompensa también. Si cuidamos nuestra boca, igual. Todo lo que hagan nuestros pies, nuestras manos, nuestra mente, nuestros oídos… todo nos será retribuido por Dios. Si cuidamos nuestros cinco sentidos, Cristo se apiadará de nosotros y nos llenará con la Gracia. Estamos luchando contra una fiera salvaje, a la cual le temían hasta los santos. Así, no nos queda más que esforzarnos. Por una parte, está nuestro ángel custodio, a quien tenemos que evitar enfadar, y por la otra tenemos al maligno, siempre decidido a empujarnos a la ira, a la mentira, a la aversión. Dicho esto, aprendamos a despreciar al demonio, repitiéndonos una y otra vez: “Si hago esto y aquello, mi ángel se enfadará conmigo”. Amemos mucho a nuestro ángel custodio, para que nos proteja de la envidia del maligno.

(Traducido de: Stareța Macrina Vassopoulos, Cuvinte din inimă, Editura Evanghelismos, pp. 167)