Libertad significa también diversidad y unicidad. En la medida en que somos libres, cada uno de nosotros manifiesta la imagen divina de un modo personal y absolutamente único. Por esta razón, cada ser humano posee un valor infinito en su singularidad. Cada uno es un fin en sí mismo, y no el medio para un fin exterior. La cultura contemporánea nos impulsa a pensar en términos estereotipados, viendo todo como algo que podría medirse, clasificarse estadísticamente o incluso “programarse” informáticamente. Como humanistas cristianos, podremos ganar solamente resistiendo a esta tendencia. Es nuestro deber pasar sin cesar del nivel superficial, donde los seres son encasillados en categorías, al nivel de la persona auténtica, que no es ni aburrida ni previsible. El Espíritu Santo nos ha creado a todos libres, y a cada uno diferente; pero únicamente los santos, como portadores del Espíritu, nos revelan las verdaderas cualidades de la criatura humana, mostrando la mayor diversidad. No es la santidad la que resulta monótona, sino el mal.

El ser humano, creado a imagen de Dios, revestido con una conciencia de sí mismo y con el poder del discernimeitno moral, no se contenta solamente con vivir en el mundo y servirse de él, como hacen los demás seres vivientes, sino que es capaz de alabar a su Creador y presentarle su agradecimiento. Solamente con esta ofrenda, el hombre deviene, realmente, en humano, es decir, en una persona totalmente diferente. Esta es la segunda dimensión que nos define como personas.

(Traducido de: Episcopul Kallistos Ware, Împărăția lăuntrică, Editura Christiana, 1996, pp. 37-38)