El vínculo necesario entre nuestra forma de vida y nuestras oraciones
Leamos las oraciones de la mañana y de la noche. Elijamos cualquiera de ellas y transformémosla en un programa de vida, y veremos cómo esa oración nunca nos cansará y nunca se volverá una mera costumbre, porque cada día se irá haciendo más profunda.
A menudo, nuestra vida demuestra ser lo contrario a nuestras oraciones. Solamente si logramos armonizar nuestra forma de vida con nuestras oraciones podremos obtener la fuerza, el resplandor y la eficacia que deseamos.
Con frecuencia nos dirigimos a Dios esperando que Él haga lo que deberíamos hacer nosotros en Su nombre y sirviéndole a Él. Muchas veces, nuestras oraciones son educados discursos, bien preparados y utilizados desde siempre, que le ofrecemos diariamente a Dios, como si bastara con repetir cada día, cada año, con un corazón frío y perezoso —sin que nuestra voluntad se vea implicada—, palabras de fuego concebidas en el desierto y en la soledad, en los más grandes sufrimientos humanos, en situaciones muy intensas que la historia aún no nos ha revelado.
Repetimos oraciones que provienen de grandes titanes del espíritu y creemos que Dios las escucha, que toma en cuenta su contenido, a sabiendas que lo único que Él toma en consideración es el corazón de quien le habla y la voluntad implicada en la realización de la petición.
Decimos, por ejemplo, “... y no nos dejes caer en la tentación”, pero después, ávidos y llenos de toda clase de anhelos, nos lanzamos ahí en donde nos espera la tentación. O gritamos “¡Señor, Señor, mi corazón está listo!”. Pero ¿listo para qué? Si el Señor nos preguntara cada noche, antes de acostarnos, para qué fue que le llamamos con esas palabras, ¿no deberíamos responderle casi siempre “listo para terminar el capítulo que estoy leyendo de X novela”? Es lo único para lo que nuestro corazón está preparado en esos momentos. ¡Y hay tantos momentos en los que nuestras oraciones no son sino letra muerta! Y lo que es peor, son letras que matan, porque cada vez que permitimos que nuestra oración esté muerta, cuando no le dejamos que nos haga vivos, cuando no le permitimos que nos lleve a la intensidad que posee de forma intrínseca, nos volvemos poco a poco menos sensibles a su estímulo, a su impacto, y nos hacemos paulatinamente menos capaces de vivir las plegarias que elevamos.
Así las cosas, en la vida de cada uno de nosotros hay un problema que pide ser resuelto: debemos hacer normas de vida de cada una de las palabras de nuestras oraciones. Si le hemos pedido al Señor protección para librarnos de las tentaciones, debemos evitar, con todas las fuerzas de nuestra alma, cualquier causa de tentación. Si le hemos dicho al Señor que nuestro corazón se conmueve al saber que tal o cual persona está sola, habrienta y sedienta, debemos escuchar Su voz, que nos dice: “¿A quién enviaré?” y presentarnos ante Él, respondiendo: “Aquí estoy, Señor”, para ponernos manos a la obra. No debemos permitir que ningún pensamiento inútil se interponga entre nuestra buena intención, entre el mandamiento de Dios y la acción que podemos hacer, porque ese pensamiento, como una víbora, nos susurrará: “¡Déjalo... es demasiado tarde!”, “¿En verdad debes hacerlo?” o “¿Es que Dios no podía encontrar alguien mejor para hacer Su voluntad?”. Y, entre tantas cavilaciones, la fuerza que hayamos obtenido con la oración y la misma respuesta divina se irán disipando... hasta morir.
Luego, hay algo esencial, un vínculo que debemos establecer entre nuestra forma de vida y nuestra oración, por medio de un acto de nuestra voluntad, un acto que debemos realizar nosotros mismos, porque él solo no podría hacerlo, un acto que, por otra parte, podría transformar nuestra vida por completo. Leamos las oraciones de la mañana y de la noche. Elijamos cualquiera de ellas y transformémosla en un programa de vida, y veremos cómo esa oración nunca nos cansará y nunca se volverá una mera costumbre, porque cada día se irá haciendo más profunda, aguzada por la misma vida. Cuando le pidamos al Señor que nos libre, durante el día entero, de determinada tentación o problema, si cumplimos con nuestro deber de luchar de acuerdo a nuestras humanas capacidades, aún desde nuestra debilidad, nos llenaremos del hálito de la fuerza divina, y al anochecer, cuando nos presentemos ante la Faz del Señor, tendremos muchísimas cosas qué contarle. Le agradeceremos, en primer lugar, por todo el auxilio recibido; luego le manifestaremos nuestra contrición por la forma en que hicimos uso de tal ayuda. Después podremos cantarle la alegría que hemos obrado con nuestras manos —aún pobres, débiles y frágiles—, cumpliendo con Su voluntad, la alegría de ser Su mirada, Sus oídos, Sus pasos, Su amor y Su misericordia encarnada, vivificadora y creadora.
Traducido de: Cuvânt al mitropolitului Antonie Bloom extras din revista Lumen Vitae, Bruxelles, 24, 3, 1969.