¡Eres mi hermano y oro por ti!
En la oración común nos unimos todos. Sintamos a nuestro semejante como a nosotros mismos.
Oremos por la Iglesia, por el mundo, por todos. Toda la cristiandad se halla contenida en la oración. Si oramos solamente por nosotros mismos, esto denota nuestro egoísta interés. En tanto que, si oramos por la Iglesia, en el seno de la Iglesia nos hallamos nosotros también. En la Iglesia vive Cristo unido con Ella, pero también con el Padre y con el Espíritu Santo. La Santísima Trinidad y la Iglesia están unidas. A ello debemos dirigir nuestra ferviente devoción, para que el mundo sea santificado, para que todos se hagan de Cristo. Luego, al entrar en la Iglesia, vivimos en el gozo del Paraíso, en Dios, porque la entera plenitud de la Divinidad mora en la Iglesia.
Todos somos un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo. Todos somos Iglesia. Nuestra religión tiene esa grandeza: une al mundo en la mente. El poder de la oración es inmenso, inconmensurablemente grande, sobre todo cuando es practicada al unísono por los fieles. En la oración común nos unimos todos. Sintamos a nuestro semejante como a nosotros mismos. Esta es nuestra vida, nuestra alegría, nuestro tesoro. Todo es fácil en Cristo. Cristo es el centro, y todos nos dirigimos a ese centro y nos unimos en un mismo espíritu y en un mismo corazón, tal como ocurrió en el Pentecostés.
(Traducido de: Ne vorbeşte părintele Porfirie – Viaţa şi cuvintele, traducere din limba greacă de Ieromonah Evloghie Munteanu, Editura Egumeniţa, 2003, pp. 221-222)