Palabras de espiritualidad

“¡Este es Dios! ¡A Él era a quien tanto buscaba!”

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Me dijo: “Esto es lo que harás: busca los tomos siete y ocho de la Filocalía y léelos al llegar a casa. Además, repite esta oración: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecadora”.

En un momento dado, una amiga mía muy querida murió, alguien que para mí era un enorme don de Dios: la escritora Alice Botez. Era una mujer muy creyente, por eso decidimos hacerle los funerales respetando las disposiciones de la Iglesia. De esta manera, y como no lo hacía desde niña, volví a participar de unos oficios litúrgicos ortodoxos. Es verdad que en ocasiones anteriores —eventualmente— había asistido a la iglesia, pero sin participar de los oficios, por sentirme llena de mis propios sentimientos e ideas, de eso que era muy mío.

Entonces, en el entierro de Alice, al escuchar los distintos cánticos, oraciones y lecturas que comprenden los oficios fúnebres, me sentí sobrecogida. Mi mente se detuvo, colmada de un asombro rebosante de consuelo y, sin palabras, dijo: “¡Este es Dios! ¡A Él era a quien tanto buscaba!”. ¡Un Dios que ama esta podredumbre! ¡Un Dios que desciende con Su amor hasta lo más infecto que hay en mí, hasta lo más pestilente de mi interior! ¡Y escuché que yo, como humano, “aunque tengo las heridas del pecado”, sigo siendo “la imagen de Su Gloria”! Y me dije: “Finalmente... ¡Este es Dios y ante Él quiero postrarme! Pero, ¿cómo hacerlo, por dónde empezar?”.

Sin embargo, no tuve que hacer nada. Al oficio memorial de los cuarenta días, junto con un grupo de amigos y parientes vino un estudiante de Teología, quien tenía como padre espiritual al padre Coman. Aquel muchacho le contó al padre que había conocido a “una señora que pensaba esto y aquello”; el padre le dijo: “¡Es necesario que conozca al padre Galeriu!”. Así fue como llegué a encontrarme con el padre Constantin Galeriu, deseando explicarle por qué no quería ni podía sentirme parte de nuestra Iglesia. Pero, cuando el padre comenzó a hablarme de todos los filósofos que yo había estudiado y de toda la filosofía a la que había tenido acceso, simplemente me cerró la boca, para decirlo de alguna manera. Y me dijo: “Esto es lo que harás: busca los tomos siete y ocho de la Filocalía y léelos al llegar a casa. Además, repite esta oración: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecadora”. Y me remitió a un sacerdote de mi localidad, pidiéndole que me guiara en mis pasos a la fe, sabiendo que era una principiante.

Yo, completamente “vencida” por el padre Galeriu y llena del poder de sus oraciones, obedecí lo que se me había ordenado hacer. Fui, compré los tomos de la Filocalia —¡los encontré en la tienda del Patriarcado, gracias sean dadas a Dios!—, comencé a repetir la “Oración de Jesús” y fui a buscar al sacerdote que me había recomendado (¡Que ahora Dios le permita descansar entre Sus santos!). Al verlo, le dije: “El padre Galeriu, de Bucarest, me envió con Usted, para que me ayude a instruirme en la fe... soy sólo una principiante”.

(Traducido de: Monahia Siluana Vlad, Doamne, unde-i rana?, Editura Doxologia, Iași, 2017, pp. 15-16)