¡Estemos atentos a no caer en un vacío formalismo en nuestra vida espiritual!
Como dice San Serafín de Sarov, el ayuno es un “medio indispensable” para obtener los frutos del Espíritu Santo en esta vida. Cristo Mismo nos enseñó que determinadas formas del mal no pueden ser vencidas sin él (Mateo 17, 21; Marcos 9, 20).
El ayuno, las vigilias, la oración y todas las demás prácticas cristianas, por buenas que sean en sí mismas, no constituyen el propósito de nuestra vida en Cristo, aunque sirvan como un medio indispensable para alcanzarla.
El propósito o finalidad que buscamos es nuestra salvación. Y el medio propicio para alcanzar la salvación es una vida de contrición, de la cual una parte implica una vida de respeto a estas prácticas. Quien haga de guardar los mandamientos cristiano-ortodoxos una finalidad en sí misma, estará confundiendo el objetivo que buscamos. En dicho caso, el cristiano se halla en peligro de caer en las atroces trampas del rigorismo y el orgullo espiritual. El rigorismo aparece cuando alguien cree que se puede salvar con el solo cumplimiento de ciertas normas y reglamentos. Semejante actitud es prácticamente igual a la del fariseo, quien dijo: “Yo ayuno dos veces por semana y pago los diezmos de todo lo que poseo...” (Lucas 18, 12). El fariseo fue condenado por creerse justo y por ser orgulloso.
La verdadera medida de todo es el amor del Padre hacia nosotros. Los cristianos no intentamos “comprar” ese amor con nuestra conducta diligente, sino que, ante todo, intentamos amarlo y hacernos agradables a Él. También tenemos que imitar la actitud humilde del hijo pródigo, quien es el mejor ícono de la contrición, el cual, al volver en sí, dijo: “Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros” (Lucas 15, 18-19). O alcanzar el estado espiritual ortodoxo del publicano, quien, de pie, a un lado, no se atrevía a alzar la mirada al Cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!” (Lucas 18, 13).
El cumplimiento exterior de los mandamientos es algo muy fácil de realizar, y no constituye una gran carga para la conciencia. En consecuencia, hay cristianos que guardan los mandamientos exteriores y mantienen una conducta exterior inmejorable, dedicándole toda su perseverancia espiritual, para dar la impresión de ser personas devotas y piadosas. Pero, en realidad, son personas que se hallan en peligro de convertirse en “sepulcros blanqueados” de la Iglesia. Nuestro Señor y Salvador, Jesucristo, nos enseñó a no despreciar las cosas exteriores, pero también a estar mucho más atentos a “lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe” (Mateo 23, 23), que son realidades espirituales. El orgullo espiritual ataca a aquel que se siente satisfecho con su labor espiritual: hace sus oraciones diarias, da el diezmo, participa en cualquier actividad piadosa, se persigna, hace postraciones a cada instante, y se contenta con esto. Justificándose a sí mismo, es como el fariseo… pero tendría que esmerarse en parecerse al publicano, y decir: “¡No he hecho nada bueno! ¡Ten compasión de mí, que soy un pecador, Señor!”.
El propósito del ayuno es alcanzar el autocontrol y vencer nuestras pasiones. El ayuno, es, entonces, librarte de la dependencia de las cosas de este mundo, para concentrarte en las que conciernen al Reino de Dios. Significa darle a tu alma el poder que necesita para no ceder ante la tentación y el pecado. Como dice San Serafín de Sarov, el ayuno es un “medio indispensable” para obtener los frutos del Espíritu Santo en esta vida. Cristo Mismo nos enseñó que determinadas formas del mal no pueden ser vencidas sin él (Mateo 17, 21; Marcos 9, 20).
El cristiano no ayuna porque a Dios le agrade que Sus siervos no coman, porque, como nos recuerdan los himnos de la Cuaresma, “el demonio nunca come”. Entonces, los hombres no ayunan para entristecerse por causa del sufrimiento y el dolor, porque a Dios no le agrada ver sufrir a Su pueblo. Los creyentes no ayunan pensando que su hambre y su sed pueden, de alguna forma, servirles para “redimir” sus pecados. Una interpretación tal no se encuentra en ninguna parte de la Santa Escritura ni en los textos de los Padres de la Iglesia, quienes señalan que la única “redención” posible para los pecados del hombre pasa por la Crucifixión de Cristo. La salvación es un “don gratuito de Dios” que las acciones del hombre no pueden realizar (Romanos 5, 15-17, Efesios 2, 8-9).