Júzgate antes a ti mismo, en vez de señalar el defecto de tu hermano
“Si yo, que soy un indigno pecador, tengo la misma debilidad e incluso defectos mucho más grandes, ¿cómo me atrevo a levantar la cabeza, ver y juzgar los errores de los demás?”.
Cuando a tu mente venga la intención de juzgar algún defecto de tu semejante, enfádate contigo mismo como si tú hubieras cometido la misma falta y tuvieras el mismo defecto. Repítete en tu corazón: “Si yo, que soy un indigno pecador, tengo la misma debilidad e incluso defectos mucho más grandes, ¿cómo me atrevo a levantar la cabeza, ver y juzgar los errores de los demás?”. Así, vuelve en contra tuya las armas que querías utilizar con los otros, y sanarás.
Si el defecto y el traspié de algún hermano tuyo son conocidos por muchos, puedes hablar de sus causas, pero siempre con amor y fraternidad. Por ejemplo, puedes decir que, debido a que tiene varias virtudes ocultas, Dios le ha permitido caer en falta para resguardarlo, para que se considere un indigno y, al ser difamado por los otros, se haga humilde y más agradable a Él, de manera que su ganancia sea más grande que el perjuicio.
Aunque el pecado de la persona no solamente sea evidente ante los ojos de los demás, sino que también sea muy grave, no lo condenes. Eleva tu pensamiento al Juicio de Dios y verás a muchos que, a pesar de haber pecado grave y reiteradamente, con su arrepentimiento alcanzaron la excelsitud de la santidad; y (también verás) a otros que cayeron de la perfección al abismo del oprobio. Por eso, permanece siempre en el estremecimiento y el temor por tus propias faltas, antes que detenerte en los errores de los otros. Ten por seguro de que cualquier pensamiento de bien por tu semejante y toda la alegría que sientas por él son el fruto y la perfección del Espíritu Santo.
Al contrario, cualquier difamación, cualquier intento de juzgar a la ligera y murmurar en contra de nuestro hermano provienen únicamente de nuestra maldad y de la instigación del demonio.
Luego, si la caída (en pecado) de tu hermano te perturba, no te vayas a dormir ni cierres los ojos sin haberla echado con todas tus fuerzas de tu corazón.
(Traducido de: Nicodim Aghioritul, Războiul nevăzut, Editura Egumenița, Galați, p. 135)