Palabras de espiritualidad

La caridad para con los enfermos

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Translation and adaptation:

¡Que Dios los perdone a todos! En mi memoria permaneen su humildad y simplicidad, porque, aunque no eran hombres cultos ni intelectuales, guardaban y respetaban todas las disposiciones monásticas con santidad.

Sabiendo que a Usted siempre le agradó cuidar a los enfermos, cuéntenos algo sobre el hermoso final de algunos de sus discípulos...

—Sí, siempre amé ayudar a los enfermos, pero no pensando en hacer algo para Dios, sino como un deber humano, siendo tan escasa nuestra caridad... ¡Si tuviera que hablar de la bella forma en que muchos de los monjes que cuidé partieron de este mundo, tendría que escribir un libro entero! Sin embargo, trataré de poner algunos breves ejempls. Recuerdo el caso de un hermano llamado Gheorghe Cozmanciuc, un gran asceta. Cayendo enfermo, me llamó y me pidió que le hiciéramos monje. Tres días después de ser tonsurado, comulgó y les pidió perdón a todos los demás monjes. Así, mientras yo le sostenía en mis brazos, le entregó su alma al Señor. Un hierodiácono, Gerásimo Vieru, enfermándose, me pidió que viniera a leerle la Paráclesis a la Madre del Señor. Cuando iba por la mitad de la oración, le entregó su alma a Dios. Otro hierodiácono, Nikón Drăguleanu, gran asceta también, me llamó un día y me pidió que lo encerrara bajo llave en su celda, y que regresara al día siguiente a las ocho, de la noche, “para cantar con los ángeles, ¡Aleluya!”. Al día siguiente, un sábado, entre tantas tareas, se me olvidó que a las ocho tenía que ir a abrirle la celda. Cuando llegué, pasadas las nueve, encontré que el padre Nikón acababa de morir, porque su cuerpo aún estaba tibio. Lloré mucho y me lamenté amargamente de no haber venido una hora antes para cantar con él y los ángeles, “¡Aleluya!”. Rercuerdo también a otro anciano muy querido, el monje Germán Condurache, de casi 90 años de edad, quien había sido pastor durante toda su vida, manteniendo siempre su alma llena de pureza. Le tenía mucha devoción a San Nicolás y oraba algo así: “San Nicolás, apiádate de mí, pecador. ¡Yo anciano, tu anciano, apiádate de mí!”. Lo hallé muerto en su celda un verano, y lo llevamos cubierto de flores a la iglesia, acompañados por el canto de las campanas. Era el día de los Santos Emperadores (Constantino y Elena). Tampoco puedo olvidar al monje Genadio Avatamaniţei, quien fuera discípulo mío de celda durante ocho años. Me decía: “Padre Paisos, nunca en mi vida he dormido en un lecho, y jamás he necesitado tomar medicina alguna”. Cuando yo me enfermaba, el padre Genadio hacía postraciones en la celda para que yo me sanara, para que no muriera antes que él. Cuando, finalmente, le llegó el momento postrero, me pidió que lo sacara de la celda. Así lo hice. Lo llevé al jardín y lo senté sobre la hierba, con el rostro dirigido al Este. Y así murió, sentado sobre la tierra desnuda, como tantas veces se había sentado de joven, cuando era pastor de ovejas. ¡Que Dios los perdone a todos! En mi memoria permaneen su humildad y simplicidad, porque, aunque no eran hombres cultos ni intelectuales, guardaban y respetaban todas las disposiciones monásticas con santidad, como el canon de la celda, los oficios litúrgicos y los trabajos manuales. Es más, creo que eran expertos en la oración interior.

(Traducido de: Părintele Ioanichie Bălan, Părintele Paisie Duhovnicul, Editura Apologeticum, p. 9)