Palabras de espiritualidad

La conciencia no ha desaparecido

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

La voz de Dios no puede ser reducida al silencio. El hombre la puede despreciar, la puede ignorar, puede pretender no darle importancia… Sin embargo, esta seguirá latente en su alma.

A pesar de todo, por muy inmoral que se haya vuelto la humanidad, no podemos afirmar que la conciencia haya desaparecido por completo. La podemos ocultar o despreciar, podemos fingir que no está ahí, pero no la podemos apartar por completo. Solo porque el hombre se comporte como si la conciencia no existiera, no significa que sea cierto, porque ella sigue siendo la voz de Dios en el alma, cuyo propósito es ayudarnos a distinguir entre el bien y el mal, para poder cultivar lo primero y evitar lo segundo.

La voz de Dios no puede ser reducida al silencio. El hombre la puede despreciar, la puede ignorar, puede pretender no darle importancia… Sin embargo, esta seguirá latente en su alma. Tarde o temprano, en esta vida o en la eternidad, la conciencia se impondrá con toda su fuerza, como un juez severo e inclemente del hombre, que examinará todos sus actos, sus pensamientos y sus sentimientos, y todo aquello con lo que se haya complacido.

Siendo una de las más importantes manifestaciones del espíritu humano inmortal, ¿puede la conciencia ser destruida? Claro que no. La conciencia es una parte inherente a cada persona, sin importar su estatuto moral. “Cuando Dios creó al hombre”, dice el abbá Doroteo, “puso en su interior algo santo, algo parecido a una chispa, con luz y calor, algo que ilumina la mente y le enseña lo que está bien y lo que está mal. Estamos hablando de la conciencia, que es también una ley del ser”.

El Santo Apóstol Pablo dice que la conciencia es “la realidad de la ley escrita en el corazón” de los hombres (Romanos 2, 15). Sin embargo, la conciencia no es solamente una ley. Según una definición más profunda, dada por San Teófano el Recluso, “la conciencia es el creador, el guardián y el ejecutor de la ley”. No solo nos enseña qué tenemos y qué no tenemos que hacer, sino que también, “enseñándonos qué debemos hacer, nos impone con fuerza hacer lo correcto”, y “recompensa ese cumplimiento con su consuelo, en tanto que castiga la desobedencia con el remordimiento”.

(Traducido de: Arhiepiscopul Averchie Taușev, Nevoința pentru virtute. Asceza într-o societate modernă secularizată, traducere de Lucian Filip, Editura Doxologia, Iași, 2016, pp. 97-98)