Palabras de espiritualidad

La contrición y la conversión implican un compromiso total

    • Foto: Adrian Sarbu

      Foto: Adrian Sarbu

¿Qué podemos hacer ahora? ¿Desesperar? Esto es justamente lo que quiere el demonio, no Dios. Hemos pecado, hemos sido injustos, no hemos sabido respetar los mandamientos divinos.

Es imperioso proceder a una operación a corazón abierto. Nuestras arterias están obstruidas con las pasiones que se han ido anidando ahí durante años. En la sala de operaciones, que es el Sacramento de la Confesión, con la destreza del cirujano-confesor especializado, experimentado y con discernimiento, utilizando la contrición como anestesia, las lágrimas como medicamento, la confesión misma como bisturí, además de la aceptación de las faltas, el arrepentimiento y la determinación, el paciente puede lograr la enmienda deseada y la sanación. De lo contrario, el tiempo pasará sin sentido, arrojaremos nuestras cargas sobre los demás, nos justificaremos, encontraremos toda clase de pretextos y llegaremos a creer que estamos bien y que son los otros los que están mal, porque no nos entienden y no nos aprecian. Lo que necesitamos, pues, es examinarnos seriamente, sin caer en la dejadez y sin postergarlo más, ofreciendo la luz de la salud de nuestro corazón a los (corazones) que se han debilitado. No nos avergoncemos, no temamos, que no nos inhiba la idea de exponernos, para que podamos ser ayudados. ¡Y no nos comparemos con los demás! Dejemos de creer que ningún padre espiritual sería capaz de entendernos y ayudarnos. Una noche cualquiera, recibí una llamada de una señora, quien primero empezó a decirme lo buena y generosa que era, para después pedirme que le recomendara algún padre espiritual “importante”. Yo le respondí: “El primer sacerdote que encuentre usted mañana en la calle, ese debe ser su confesor. Eso sí, lo importante es que sea un sacerdote canónico”. Otra persona me contó que había tenido un padre espiritual excepcional, pero que, tras la muerte de este, nunca más había vuelto a confesarse. Le dije: “Lo que haces no está bien. No sólo no estás honrando la memoria de tu confesor, sino que parece que no entendiste ninguna de sus guías, a menos que intencionalmente quisiera atarte a su persona y no a la Iglesia de Cristo y a Sus Santos”.

Lo realmente crucial no es si hemos pecado, sino si no nos hemos arrepentido después de haber pecado. “Lo que fue, ya fue. Sea lo que sea”. ¡No! Y no hace falta que nos lamentemos a gritos y con llantos exagerados. No digamos que no nos podemos redimir, o que no hay salvación posible para nosotros. Esto es una blasfemia inducida por el maligno. Aceptemos sinceramente y con dignidad que nos hemos equivocado, que hemos pecado de una forma terrible, que hemos descuidado el huerto de nuestro corazón, para dirigir la mirada al de nuestro hermano, soslayando ver a los demás con amor y comprensión. ¿Qué podemos hacer ahora? ¿Desesperar? Esto es justamente lo que quiere el demonio, no Dios. Hemos pecado, hemos sido injustos, no hemos sabido respetar los mandamientos divinos. Hemos cometido pecado y nuestra caída ha sido completa. Lo que queda ahora es hacer que se disipe el rubor, la conciencia herida, el egoísmo herido. ¡Dios nos sigue amando! Él sigue con los brazos abiertos, nos espera para abrazarnos y vestirnos con ropajes limpios y nuevos para la cena pascual.

No basta con dejar de pensar en el pasado. En el caso presente ya no es válida la expresión “lo pasado, pasado”. Es importante recordar, para poder arrepentirnos. El recuerdo, sin embargo, necesita del perdón. Perdonemos de corazón a quienes nos han ofendido, a quienes nos han hecho sufrir, a quienes nos han enfadado, a quienes han sido injustos con nosotros y a quienes nos han perseguido. Que también Dios nos perdone, por medio del padre espiritual que ha recibido nuestra confesión pura y espontánea. Pero también debemos estar preparados para aceptar perdonar cuando alguien nos pida perdón, no porque esa persona se humille ante nosotros, sino porque su corazón quiere librarse de la pasión de la maldad. A veces, nuestro orgullo está tan enraizado, que no nos agrada cuando el otro es el primero en acercarse a pedirnos perdón. Quisiéramos ser nosotros los protagonistas de esta santa labor. ¡Qué misterio tan profundo es el corazón del hombre!

(Traducido de: Moise Aghioritul, Pathoktonia [Omorârea patimilor], Ed. Εν πλω, Atena, 2011)