Palabras de espiritualidad

La cruz de la abuelita. Un milagro en el Moscú de 1965

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

"¿Por qué no puedo hacerme la Señal de la Cruz? Si la cruz sobrara aquí, a estas horas me estarían enterrando. ¿O cree que yo no sabía que estaba a punto de morir?".

A comienzos de 1965, la hija de un académico soviético, miembro del Partido Comunista, fue llevada de emergencia a un sanatorio pediátrico. La niña, que entonces tenía ocho años, era alumna en un prestigioso internado, porque sus padres trabajaban para el gobierno desde el extranjero. La pequeña tenía ya tres días con una fiebre muy elevada. De hecho, cuando llegó al hospital se hallaba casi inconsciente.

Luego de practicarle un examen sumario, los médicos enviaron un telegrama a los padres de la niña, anunciándoles que su hija estaba gravemente enferma y que en tres o cuatro días moriría. Después la trasladaron a otra habitación para que estuviera sola, entubada. Sin embargo, la fiebre no cedía, sino que parecía crecer cada vez más, y su pulso era cada vez más agitado. La pequeña enferma, muy debilitada, cada vez tenía un aspecto más preocupante y respiraba con dificultad.

En un momento dado, se sentó en la cama, y exclamó:

—¿En dónde están papá y mamá? ¿Por qué no están aquí?

El médico de turno y una enfermera vinieron corriendo e intentaron tranquilizarla, asegurándole que sus padres llegarían pronto.

—¡Entonces, por favor, que venga mi abuela! Vive en la calle R. ¡Pero apresúrense, que siento que me muero! ¡Sólo ella puede ayudarme!

Hicieron lo que pidió la pequeña. Poco tiempo después, un vehículo del hospital volvía con la anciana. Al entrar en la habitación, la abuela pidió que la dejaran sola con la niña. El médico aceptó, pero le pidió a una enfermera que vigilara constantemente los movimientos de la anciana.

Esta, viéndose sola, se sacó algo de la blusa y se lo puso en la mano derecha a su nieta, para después arrodillarse a un lado de la cama y empezar a orar. Pasó una hora. El médico, advertido por la enfermera, entró repentinamente en la habitación y dijo, serenamente, pero con tono autoritario:

—¡Továrishch (camarada)! ¡Deje que la niña muera en paz!

La chiquilla, que yacía con los ojos cerrados, se irguió con un solo movimiento y dijo:

Továrishch doctor, ¿quién le dijo que voy a morirme? Ya no tengo fiebre, me siento bien y tengo hambre.

Muy serio, el médico le tomó el pulso. Era normal, al igual que la temperatura corporal. El dolor de cabeza simplemente había desaparecido. Salió por unos momentos del cuarto y después regresó trayendo un poco de leche. La niña se la bebió con avidez.

—Ahora quiero descansar... ¡pero quiero que mi abuela se quede conmigo esta noche!, agregó, justo antes de volver a quedarse dormida.

El médico regresó cinco o seis veces durante la noche, para controlar el estado de la niña. La temperatura y la respiración seguían siendo normales. Cualquier peligro parecía haber desaparecido definitivamente. Cuando, al amanecer, la enfermera entró en la habitación, se quedó estupefacta al ver a la niña riendo y conversando alegremente con su abuela. Y, cuando le trajeron otro vaso de leche, la vio persignarse antes de bebérselo. Entonces, con un tono medio serio, medio en broma, la enfermera dijo:

—¡Pobrecita...! Tú, que eres miembro de los Jóvenes Pioneros Comunistas, ¿qué estás haciendo? Y usted, señora, ¿quién es?

La niña respondió con una serena seguridad:

—¿Por qué no puedo hacerme la Señal de la Cruz? Si la cruz sobrara aquí, a estas horas me estarían enterrando. ¿O cree que yo no sabía que estaba a punto de morir?

Y, al pronunciar estas palabras, apretaba con fuerza la crucecita que tenía en la mano. Era una crucecita muy bella y muy antigua. Por un lado tenía a nuestro Señor crucificado, y por el otro una inscripción: “¡Protégenos y sálvanos!”.

La enfermera les relató todo esto a los médicos, quienes en su mayoría eran miembros del Partido Comunista. Estos llegaron a la conclusión de que se trataba de un extraño caso de auto-sugestión. Y, a pesar de sus esfuerzos para que nadie se enterara de lo sucedido, alguien habló del milagro y este pronto se conoció en todo el lugar.

Algunas semanas más tarde, en plena noche, dos enormes automóviles negros, con las luces apagadas, se detuvieron en la periferia de Moscú, junto frente a la casa de aquella anciana. Dos hombres descendieron y, después de llamar a la puerta, entraron, cerrándola con estrépito detrás suyo. Minutos después, volvieron a salir, esta vez rodeando a la mujer.

Luego de atravesar discretamente y a toda velocidad la ciudad, llegaron a una residencia muy elegante.  Algo más tarde, la escena de la habitación del hospital se repetía, aunque esta vez no era una niña o un niño quien yacía en su lecho de enfermedad, sino un hombre, un importante miembro del Partido Comunista. Y ahí estaba la ancianita, orando de rodillas a su lado…

—No temas, mi niño… ¡toma esta crucecita!

Posteriormente se supo que aquella misma mujer había salvado de la enfermedad y de una muerte segura a muchos miembros importantes del Partido y también a sus hijos. Ah, y nunca sintió un ápice de miedo.