La forma del verdadero amor
“¡Si al menos yo tuviera ese mismo amor por mi Dios, por mi Cristo, por la Santísima Virgen, por nuestros santos…!”
El alma del cristiano debe ser delicada y sensible. Debe “volar” silenciosamente a lo infinito, a las estrellas, a la inmensidad de Dios.
Quien quiera ser cristiano, debe antes hacerse poeta. ¡No hay otra manera! Debe dolerte. Debes amar y que te duela. Debe dolerte por aquel a quien amas. El amor sufre por el ser amado. Corre toda la noche, vela, sin importarle que sus pies sangren, porque lo que necesita es encontrarse con aquel a quien ama. Se sacrifica, no le importa nada más, ni las amenazas, ni las dificultades. Porque ama. El amor por Cristo es otra cosa, algo muchísimo más excelso.
Y cuando decimos “amor”, no nos referimos a las virtudes que alcanzaremos, sino a un corazón amoroso hacia Cristo y hacia los demás. Intentemos volver a esto. Todos hemos visto alguna vez a una madre con su pequeño hijo en brazos. ¿Hemos notado cómo se ilumina su rostro mientras habla y juega con él? El hombre de Dios es capaz de percibir todo esto, y, lleno de admiración, exclamar: “¡Si al menos yo tuviera ese mismo amor por mi Dios, por mi Cristo, por la Santísima Virgen, por nuestros santos…!”.
Sí, así es como debemos amar a Cristo, a Dios. Este amor se anhela, se busca y se adquiere por medio de la Gracia Divina.
(Traducido de: Ne vorbește părintele Porfirie – Viața și cuvintele, traducere din limba greacă de Ieromonah Evloghie Munteanu, Editura Egumenița, 2003, pp. 183-184)