La fuerza de la fidelidad y la familia
La desintegración de la familia es una tragedia para los hijos, una herida profunda en la esfera moral y, especialmente, en la esfera religiosa de sus almas.
La vida de familia tiene tres aspectos: uno, biológico (“relaciones conyugales”), otro, social, y el último, espiritual. Si uno de esos aspectos funciona con normalidad, pero los otros o están ausentes o son descuidados, la crisis en la familia será inevitable. Dejemos a un lado los casos en los que las personas se casan persiguiendo un beneficio material, en donde el primer lugar lo ocupa el aspecto social; no debe asombrarnos que esos matrimonios “por interés” (aunque haya casos felices en los que, gracias a la convivencia, se termina desarrollado, a pesar de todo, una relación familiar sana) lleven, tristemente, a la infidelidad conyugal. El matrimonio no es y no puede ser una simple convivencia social: es también convivencia sexual y convivencia espiritual. Desafortunadamente, tanto antes como ahora, el momento social tiene un rol determinante en la decisión del matrimonio: tanto los novios como sus seres cercanos se consuelan con la idea de que “el amor vendrá con el tiempo”. Sí, es verdad que algunas veces ocurre así, ¡pero, cada vez con menor frecuencia! En la obra “La tormenta”, de A. Ostrovsky, se nos describe con mucho dramatismo la trágica trampa que crean las mismas condiciones de tal clase de matrimonios, una trampa muy cruel con quienes caen en ella. Y es que, cargar la cruz de la convivencia conyugal, con una persona a quien no amas, evitando que te venza la tentación de unirte a alguien a escondidas, vulnerando así el deber de la fidelidad, se necesita de mucha fuerza. La fidelidad es una gran fuerza, misma que cimienta las relaciones familiares. Sin embargo, ella no puede alimentarse sólo del sentido del deber: debe tener como base el amor vivo. Ya desde el Antiguo Testamento se nos dio el mandato de no desear a la mujer del prójimo (Éxodo 20, 17; Deuteronomio 5, 21) y ese mandamiento debe proteger al matrimonio. Y, sin embargo, las personas se permiten enamorarse de la esposa o el esposo de su semejante... Aquí el mandamiento de la fidelidad viene demasiado tarde, porque suena abstracto y débil. Aunque la fidelidad conyugal permanece intacta, de todas formas la vida familiar es destruida. Algunas veces, el esposo y la esposa se siguen siendo fieles, solamente “por amor a los niños”, aunque sus corazones desde hace mucho hayan partido de la familia, “uniéndose” a alguien ajeno al hogar. En tales casos, el sacrificio de los esposos está parcialmente justificado (mientras los niños no sepan la verdad), aunque la vida de famila se vea derruida de alguna forma en su esencia, extiguiéndose su fuego vivificador, por lo que en el seno de la familia no queda sino el frío, el vacío y el dolor.
Los niños sufren siempre.
Los hijos son quienes siempre sufren en semejantes situaciones: les falta el calor indispensable, les falta lo que inconscientemente esperaban de su familia, de sus padres. Debido a que la crisis de la familia surge aquí en el terreno del hecho que los hombres se casan sin amarse, tampoco hay una salida normal para esta situación. La desintegración de la familia es una tragedia para los hijos, una herida profunda en la esfera moral y, especialmente, en la esfera religiosa de sus almas. Conservar intacta semejante familia, en donde todo es vacío, porque tampoco hay nada que pueda florecer, es también una tragedia, tanto para los hijos como para los padres.
(Traducido de. Protoiereul Vasilie Zenkovskii, Cum să întemeiem o familie ortodoxă, Editura Sophia, Bucureşti, 2011, p. 152-153)