La invocación de Cristo y la obtención de la Gracia
La Gracia de Dios no es magia, ni yoga, ni cualquier otro punto de vista sensible o imaginado, sino revelación divina, el descenso y el encuentro personal de Dios con el hombre.
En el caso de los principiantes en las cosas espirituales, la invocación del nombre del Señor debe ser acompañada del mayor denuedo posible, incluso cuando la mente no pueda persistir en las palabras de la oración. Y esto, porque es imposible que la mente se adhiera a las palabras de la oración desde el comienzo de este ejercicio, sobre todo porque somos pecadores y estamos llenos de pasiones, razón por la cual carecemos de la energía única de la Gracia Divina. En esta situación, se impone la perseverante invocación del nombre de nuestro Señor Jesucristo, hasta que se nos forme ese buen hábito y se disipe el sacrificio que este ejercicio implica al principio. Cuando, con la Gracia de Dios, el buen hábito logra imponerse, la mente se aparta de su dispersión inicial, porque, mientras más llamamos a nuestro Dios, Él, poco a poco, nos descubre los rayos de Su Gracia y, viendo nuestra mente la dulzura de la Gracia, permanece más facilmente en las palabras de la oración. Y si a continuación de la oración el creyente se compromete a someterse y obedecer la voluntad de Dios, la Gracia se acerca a la mente y, de forma sensible, le enseña el gusto de las otras virtudes, realizándose así aquel versículo: “Me saciaré como en banquete espléndido, mi boca te alabará con labios jubilosos” (Salmos 62, 6). Tal como cualquier prueba para determinado propósito requiere de los medios adecuados, lo mismo ocurre en esta gran ciencia de la oración. Porque con esta se nos pide “someter cualquier pensamiento a la obediencia de Cristo” y con Su Gracia podemos alcanzar “la mente de Cristo”, según las palabras del Santo Apóstol Pablo.
Un término necesario y el deber de quienquiera que desee ocuparse en esta labor angélica, lo constituye la contrición correcta y sincera, porque “Dios no habita en un cuerpo esclavo del pecado” (Sabiduría 1, 4). La Gracia de Dios no es magia, ni yoga, ni cualquier otro punto de vista sensible o imaginado, sino revelación divina, el descenso y el encuentro personal de Dios con el hombre. Él da y el hombre recibe, si este cree completamente y se somete a la voluntad divina y, en consecuencia, si se decide y renuncia la maldad. Así pues, los que quieran, de una forma u otra, entrar en este laboratorio santificante de la Gracia y conocer el Reino del Padre que está en ellos, deben venir antes al laboratorio del arrepentimiento, rectificándose y manteniendo en mente las palabras de David: “Escúchame, Señor, porque buena es Tu misericordia. De acuerdo a Tu gran compasión, acércate a mí” (Salmos 68, 19). Deben, también, invocar constantemente la oración de nuestro Señor Jesucristo. Si de esta oración quitamos el “Hijo de Dios”, para que quede solamente “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”, creo que esto será de gran ayuda para aquellos que no pueden vencer la dispersión, porque la mente se concentra de mejor forma cuando debe retener menos palabras. El propósito es que la mente se mantenga dirigida a Dios, de lo cual obtiene dos cosas, una mejor que la otra: la primera es que la mente, permaneciendo en la evocación divina, detiene cualquier maldad, y la segunda es que, quedándose allí, se santifica, se ilumina y se deifica.