Palabras de espiritualidad

La labor de la Gracia de Dios en la persona del sacerdote

    • Foto: Bogdan Bulgariu

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Ya que la naturaleza humana es débil, y debido a que no hay hombre sin pecado, nadie puede alcanzar, con su simple esfuerzo, la alta dignidad que requiere el sacerdocio. Al hombre le corresponde esforzarse y sacrificarse según sus posibilidades, y después viene la Gracia, la cual completa y perfecciona todas las debilidades y limitaciones que indudablemente tiene la persona.

La Iglesia Ortodoxa pide que sus servidores sean dignos de celebrar los santos oficios litúrgicos, es decir, que tengan una fe y una forma de vida plenamente en conformidad con la fe y la vida de la Iglesia. Para semejante función, la elección se hace basándose en la competencia, pero también en la correctitud de la fe y en las cualidades morales y espirituales. Estas cualidades se requieren también para los niveles inferiores, en tanto que, para los candidatos al diaconado o el sacerdocio, se pide una certificación del padre espiritual, en la cual se da fe de que no existe, desde el punto de vista moral o espiritual, ningún impedimento para la ordenación.

Las oraciones que se hacen en cada tipo de ordenación demuestran que el que es ordenado ha sido considerado digno de ello, lo cual es confirmado por el pueblo, con la exclamación: “¡Digno es!”. Para la Iglesia, las cualidades que debe tener quien es ordenado son, naturalmente, fruto de una vida en virtud, en la cual el esfuerzo se ha entrelazado con el don divino, y deben ser conservadas y acrecentadas continuamente, por medio de la perseverancia.

Pero, ya que la naturaleza humana es débil, y debido a que no hay hombre sin pecado, nadie puede alcanzar, con su simple esfuerzo, la alta dignidad que requiere el sacerdocio. Al hombre le corresponde esforzarse y sacrificarse según sus posibilidades, y después viene la Gracia, la cual completa y perfecciona todas las debilidades y limitaciones que indudablemente tiene la persona. Una oración común a los tres tipos de ordenación, pronunciada al comienzo de la ceremonia, demuestra precisamente esto, es decir, que “la Gracia Divina”, entonces y para siempre, “sana las debilidades y completa lo que falta” y que ella llama diácono, sacerdote u obispo al que entra al servicio sacerdotal.

Cuando oficia la Divina Liturgia y los demás Sacramentos, el sacerdote le pide a Dios que lo haga digno de esta función. Por ejemplo, en la Liturgia, en la oración del canto a la Trinidad, el oficiente le pide a Dios, habiendo sido considerado digno de ser sacerdote por parte de Él, que lo purifique de sus pecados, voluntarios e involuntarios, pasados y presentes.

Al oficiar la Divina Liturgia y los demás Sacramentos, el sacerdote, con sus oraciones y las de la Iglesia entera, recibe auxilio y soporte por parte del Espíritu Mismo, el cual rebosa con el don divino, en ese santo momento, la debilidad e indignidad humana del oficiante, y le concede la dignidad que requiere esa santa labor.

Dice San Isidro de Pelusa, que el sacerdote “es un enviado de Dios Todopoderoso, tanto cuando celebra el Santo Sacrificio, como en toda la labor que realiza por nuestra salvación”. Porque es Dios Quien obra por medio suyo, y su indignidad, si la hay, no afecta los oficios celebrados por él. “El Divino altar no es manchado por acciones inicuas”. Dios se vale del sacerdote como de una herramienta, aunque este sea culpable de algo.

(Traducido de: Jean-Claude Larchet, Viața sacramentală, Editura Basilica, București, 2015, pp. 477-487)