La Madre del Señor alimentaba a los monjes en el monasterio de San Sabas
“Lo que acabas de ver es para tu corrección. Los demás hermanos saben que la Madre de Dios los santifica de tal modo que en cada festividad puedan recibir la Santa Eucaristía”.
En tiempos de San Sabas (siglo V), en su monasterio vivían muchos monjes que servian a Dios. Entre ellos había un antiguo funcionario muy poderoso y rico, quien se había apartado del mundo para entrar a la vida monacal y seguir el camino del ascetismo. El santo lo recibió con alegría.
Viendo que aquel hombre no estaba acostumbrado al sacrificio, San Sabas cuidaba de él y no lo dejaba que fuera con los otros monjes a cumplir con sus tareas de obediencia en el campo. Los que tenían esta obediencia trabajaban hasta la tarde, luego volvían al monasterio y leían los oficios respectivos del Libro de las Horas, y después de las Vísperas ingerían la única comida del día.
Ya que no podía hacer todos esos sacrificios, porque aún era novicio, se le ordenó que sirviera en el monasterio en la medida de sus posibilidades, y que ayunara hasta que regresaran los hermanos de sus trabajos agrícolas, para poder comer con ellos.
Con todo, ni siquiera esto podía hacer aquel hombre, y comía a escondidas en su celda, de las cosas que le llevaban sus familiares. El santo lo sabía, pero tomando en cuenta que se trataba de un principiante, nunca lo reprendió para no entristecerlo, sino que siempre le pedía a Dios que lo ayudara.
El 14 de agosto, en las vísperas de la fiesta de la Dormición de la Madre del Señor, cuando todos los hermanos se preparaban para dirigirse a sus labores, el santo les pidió que volvieran antes de lo acostumbrado, para que pudieran entonar todos juntos las Lamentaciones. Después le pidió al novicio que fuera a la iglesia para las Vísperas y le anunciara cuando llegaran todos los monjes. Así lo hizo este.
Justo cuando empezaban a juntarse todos los hermanos,, el novicio tuvo una hermosa visión, no en sueños, sino estando despierto. Vio que aparecía una virgen de una belleza indescriptible, rodeada por dos ángeles que brillaban con más fuerza que el sol mismo. Uno tenía en sus manos un recipiente que contenía el maná del Cielo, en tanto que el otro portaba entre sus manos, con solemnidad, un pequeño velo. Aquella admirable virgen, que era la Madre del Señor, tenía en sus manos una cuchara de oro; así, avanzando los monjes en fila, el ángel les limpiaba el rostro con el velo, y luego de inclinarse ante la Santísima Virgen, ella tomaba la cuchara y les daba un poco de maná.
Ante semejante visión, el monje principiante se quedó sin palabras. Llenándose de valor, se acercó también él para recibir dicho don, pero fue avergonzado delante de todos. No sólo el ángel no le limpió el rostro con el paño, sino que tampoco la Madre de Dios le dio el maná. Al contrario, le dijo: “Este alimento viene de Mi Hijo, y es concedido solamente a aquellos que han ayunado hasta esta hora y se han purificado de sus faltas... pero tú no ayunas. ¿Cómo quieres, entonces, comulgar con este Pan?”.
Él respondió: “Permite, al menos, que el ángel me limpie la cara con su santo velo”.
Pero la Virgen le respondió: “Si quieres que te limpien el rostro, tienes que ir a trabajar con los demás hermanos, porque el ángel les seca a ellos el sudor derramado con su abnegación... ¿Tú qué sudor esperas que te limpien?”.
Escuchando esto y llenó de temor, el novicio corrió a buscar al stárets, para decirle: “¿Padre, vio usted también lo que acabo de ver, yo, que soy indigno?”. Y el santo respondió: “Lo que acabas de ver es para tu corrección. Los demás hermanos saben que la Madre de Dios los santifica de tal modo que en cada festividad puedan recibir la Santa Eucaristía”.
A partir de ese día, el novicio se esforzó mucho más y empezó a comer menos; con esto, y avanzando en la obediencia, se hizo digno de las bendiciones celestiales.