Palabras de espiritualidad

La manifestación de la ira

    • Foto: Bogdan Zamfirescu

      Foto: Bogdan Zamfirescu

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Todos los conflictos del mundo tienen como raíz la ira más recalcitrante. Uno se enfada y hiere al que tiene a su lado, quien, a su vez, responde con más fuerza y violencia.

El hombre de hoy vive bajo una presión tan abrumadora, que sus nervios se ven tensados al límite constantemente, de tal manera que hasta la más ínfima provocación enciende en él el pecado de la ira. ¿Y cuáles son las causas de su furia? Que su hijo no le obedece, que su esposo o esposa le contradice, que otro automovilista se atravesó en su camino (o quizás así le pareció a él o a ella)... Todo esto es ya una justificación para enfurecerse. Y aunque —por medio del autocontrol— aparentemente no expresamos nuestra ira o no dejamos que la perciba quien nos la provocó, esta sigue siendo un pecado que nos destruye el alma y el corazón. Es una acción contra nuestro propio ser, bajo la influencia de una tentación que el demonio nos envía.

El mismo Señor nos advierte, en relación con la ira que origina distintos conflictos verbales y nos lleva a utilizar palabras ofensivas: «Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano "imbécil", será reo ante el Sanedrín; y el que le llame "renegado", será reo de la gehenna de fuego» (Mateo 5, 22)

Yo les recomiendo a mis hijos espirituales que, antes de dar rienda suelta a la ira con palabras, gestos o pensamientos, repitan tres o cinco veces: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Si pronuncian esta oración con atención y se concentran con humildad en la palabra “pecador”, toda ira desaparecerá. Muchos de ellos han conseguido transformar para bien sus vidas, sus relaciones familiares, su vínculo con los demás e incluso su vida interior.

Todos los conflictos del mundo tienen como raíz la ira más recalcitrante. Uno se enfada y hiere al que tiene a su lado, quien, a su vez, responde con más fuerza y violencia. Así, una vez iniciada, esta sucesión de enfados no puede ser detenida sino con la ayuda de la oración verdadera. La invocación del Nombre de Cristo aleja todos los demonios y trae de vuelta la paz al corazón y la mente, y muchas bondades para los demás.

 

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