Palabras de espiritualidad

La obediencia como guía privilegiada en el camino a la salvación

  • Foto: George Bosancu

    Foto: George Bosancu

Cuando el hombre no renuncia a sí mismo y no cercena su propia voluntad, sufre. En su camino encuentra mil y un obstáculos... siempre termina perjudicado. Mas cuando el monje renuncia a su voluntad para hacer solamente la de Dios, por medio del stárets, empieza a ser verdaderamente feliz.

«Cierta vez, hijo mío», relataba el stárets, «venía (en barco) de Dafni hacia Santa Ana la Menor, y conmigo venía el higúmeno de un monasterio, a quien conocía desde algún tiempo atrás. Con él venía su discípulo, quien no paraba de hablar, en tanto que el higúmeno solamente lo escuchaba. El locuaz monje llegaba al extremo de reprender y hacerle observaciones al higúmeno, quien, siendo más experimentado, sencillamente guardaba silencio. Le dolía lo que decía el otro, pero callaba. Y es que no quería amonestar a su discípulo delante de todos, por eso prefería mantenerse con la boca cerrada. Viendo este lamentable espectáculo, yo mismo me sentí ofendido, y pensé: “¡Cuántas cosas soporta este stárets de su discípulo!”».

Lo mismo me pasó a mí alguna vez, cuando, usando esa misma ruta, tuve que viajar con un discípulo mío, quien no podía dejar de hablar. Todo el camino hizo gala de su inútil verborrea. Cuando se cansaba de hablar con uno, se volteaba y comenzaba a hacerlo con otro, etc.

Cuando llegamos a Dafni, le dije:

—Hijo mío, creo que habrás notado que durante todo el viaje fuiste incapaz de mantener cerrada la boca...

—¡Perdóneme, padre!

—¿Qué hago ahora con tus excusas? Tendrías que haber visto todas las cosas que tu boca soltó delante de tu padre espiritual... ¡Felicidades por tu obediencia! ¡No olvides que cada acto de desobediencia tendrá su propia recompensa!.

También nos decía el stárets que «el buen discípulo avanza hacia el Trono de Dios como en un tren “expreso”. Ni siquiera se detiene en los peajes que hay en el camino, porque todos se apartan al verlo pasar, ya que no encuentran ninguna mancha en él que pueda facilitar que lo apresen». Aunque él mismo era un asceta consumado, nos decía:

—Al buen discípulo lo pongo en un lugar más alto que los eremitas y los hesicastas.

—¿Por qué, padre?

—Porque el hesicasta hace su voluntad, se mueve como le apetece. ¿Quién se lo impide? ¿Qué cargas tiene? Ninguna. El buen discípulo, sin embargo, no viene al monasterio a hacer su voluntad, sino la del stárets. En la renuncia a la propia voluntad radica lo más difícil de todo, porque es algo que limita la libertad, que es la cualidad soberana del hombre. De acuerdo a los Santos Padres, los buenos y bendecidos discípulos, como si fueran luchadores invictos, son coronados junto con sus padres espirituales.

Para esto, nos exhortaba:

«Corran, hermanos, a donde haya alguna tarea de obediencia por cumplir. En donde hay libertad, el camino está abierto. Allí reina el amor, la buena voluntad, la paz, la misericordia y la Gracia».

Cuando el hombre no renuncia a sí mismo y no cercena su propia voluntad, sufre. En su camino encuentra mil y un obstáculos, porque una cosa le molesta, otra viene y lo irrita, otra lo daña... siempre termina perjudicado. Mas cuando el monje renuncia a su voluntad para hacer solamente la de Dios, por medio del stárets, empieza a ser verdaderamente feliz. Se vuelve como un niño pequeño, como un bebé espiritual, y en él no queda ninguna tristeza o preocupación por su salvación. Se ve liberado de toda preocupación, de manera que en su interior todo es paz. Se va a dormir y se levanta como un niño. El niño, desde luego, se comporta así debido a que su cerebro aún no ha madurado; el monje, sin embargo, se hace un niño ante la maldad, siendo consciente de ello y estando lleno de madurez. Esto lo aprendí en la práctica. En los años que compartí con el stárets me sentí muy feliz y en mi alma siempre hubo una fiesta espiritual. Claro está, también tuve que hacer frente a distintos sacrificios materiales, como las vigilias prolongadas, pero adentro de mí había alegría, paz y descanso. No me sentía preocupado ni siquiera por lo que viene después de la muerte o por el Juicio de Dios.

Sentía una paz tan profunda en mi conciencia, que le pedía a Dios que me llevara de esta vida, aunque aún era un simple discípulo. Tenía ese deseo, porque estaba convencido de que mi salvación no corría ningún peligro. Hallándome inmerso en semejante estado, un día le pregunté al stárets:

—¿Por qué, padre, no siento ninguna preocupación cuando pienso en mis pecados y ningún temor cuando medito sobre la partida de mi alma y su paso por los peajes etéreos? Al orar, me esfuerzo en ponerme a la izquierda del Juez y no lo consigo, porque sin mayor trabajo me veo a Su diestra. ¿No es esta una ilusión?

—Bien, pequeño, ¿realmente no lo entiendes?

—No, no entiendo.

-—Desde el momento en que, como discípulo, pusiste toda tu carga sobre mis hombros, simplemente te aligeraste. ¿Por cuál de tus actos tendrías que responder, si todos los pusiste sobre mí, me los confiaste a mí, y yo los acepté... y tú estás libre? ¿Cómo no habrías de pasar a la diestra del Juez? Si hubieras elegido hacer tu voluntad, la carga de tus faltas habría quedado sobre ti y no te sentirías como te sientes hoy.

El stárets tenía razón, porque nunca hice nada sin antes consultárselo a él. Vivíamos como dos forasteros en este mundo y esperábamos que Dios nos llamara para partir a Él. Para nosotros la muerte no representaba nada.

(Traducido de: Arhimandritul Efrem Filotheitul, Starețul meu Iosif Isihastul, traducere de Ieroschimonah Ștefan Nuțescu, Editura Evanghelismos, București, 2010, pp. 228-231)