La relación con Dios como la auténtica certeza del hombre
La fe es una experiencia interior, es decir, una experiencia que se vive directamente como una luz.
Al hombre siempre lo ha caracterizado el cuestionamiento; fue la pregunta lo que lo llevó a la reflexión. De hecho, el constante cuestionamiento ha sido lo que lo ha hecho más humano, lo que le ha ayudado a avanzar. Jamás satisfecho con lo que sabe y posee, siempre buscando en lo desconocido, el hombre ha caído muchas veces en un profundo estado de desasosiego; ha enfrentado un gran cúmulo de crisis. Si la pregunta y la búsqueda permanente le son características, no menos le pertenece la certidumbre.
Hallarte en una crisis permanente significa malgastarte, descender en la cuesta de la vida. La crisis es buena solo si trae consigo una nueva conquista, una iluminación del ser moral. El hombre no puede ser hombre, si se mantiene siempre como una nave sin piloto, flotando sin un propósito y sin un sentido sobre las agitadas aguas del mundo. El hombre se afana en ganar la certeza; en la certeza crece como una flor bañada por la luz del sol; se armoniza, obtiene la savia vital y alcanza su plenitud.
La certidumbre le pertenece a la naturaleza del hombre; ella es equilibrio y serenidad; es, también, poder. Hay varias certidumbres intelectuales y una sola certeza moral. Esta se define por su objeto y por las condiciones que requiere. La verdadera certidumbre del hombre es el vínculo con Dios. La fe en Dios es la certidumbre por excelencia, la certeza perfecta. En ella, el hombre jamás podría volver a vacilar o quedar sometido a los acontecimientos, porque ahora puede dominarse.
La fe es una experiencia interior, es decir, una experiencia que se vive directamente como una luz, pero no pensada ni imaginada.
(Traducido de: Ernest Bernea, Îndemn la simplitate, Editura Anastasia, 1995, pp. 74-75)