Palabras de espiritualidad

La Resurrección de Cristo, Sacramento de nuestra unidad (Carta Pastoral, 2018)

    • Foto: Bogdan Zamfirescu

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Es Cristo Mismo Quien viene a nosotros, Quien nos llama, Quien nos espera, Quien nos perdona, Quien nos abraza y Quien nos ama. A Él dirigimos nuestros pasos en esta noche de Resurrección y esperamos que Su luz, Él Mismo, permanezca con nosotros y en nosotros, eternamente.

† TEÓFANO

Por la Gracia de Dios, Arzobispo de Iaşi y Metropolitano de Moldova y Bucovina.

Amados párrocos, piadosos moradores de los santos monasterios y pueblo ortodoxo de Dios, del Arzobispado de Iaşi:

gracia, alegría, perdón y auxilio del Dios glorificado en Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

Amados hermanos sacerdotes,

Cristianos ortodoxos,



 

¡CRISTO HA RESUCITADO!

En esta noche de gracia y luz nos hallamos en el portal de nuestras iglesias para recibir la bendición de Dios. Nos reunimos en un número grande, contando entre nosotros aún a quienes no se acercan a la santa iglesia sino solamente en la noche de Pascua o raras veces durante el año. Los abrazamos a todos con amor fraternal y les deseamos que se queden lo más que puedan con nosotros, para tormar parte de la misma Iglesia cristiana y porque es bueno y hermoso que andemos juntos el mismo camino.

Estamos aquí, en la santa iglesia, para “iluminarnos”. Este hecho demuestra que hay algo, o mejor dicho, hay Alguien que nos llama. Sentimos la necesidad de una respuesta, necesitamos de la luz e intuimos que en la luz de la Pascua encontraremos a Alguien que pueda guiarnos, alimentarnos y ayudarnos.

Sí, amados fieles, es la luz de Cristo, es Cristo Mismo Quien viene a nosotros, Quien nos llama, Quien nos espera, Quien nos perdona, Quien nos abraza y Quien nos ama. A Él dirigimos nuestros pasos en esta noche de Resurrección y esperamos que Su luz, Él Mismo, permanezca con nosotros y en nosotros, eternamente.

La celebración de las Santas Pascuas es el momento adecuado para reflexionar sobre el misterio del vínculo del hombre con Dios, relación que constituye también el fundamento real de la relación entre los hombres.

Dios nos creó a nosotros, los hombres, para estar en medio nuestro, para otorgarnos Su vida y Su gloria. En el momento en que los primeros hombres decidieron vivir sin Dios y, algunas veces, en contra de Dios, se apartaron del Manantial de vida. La muerte, así, entró en la humanidad y en el mundo, erigiéndose un muro entre esta y Dios. Apartándose de Dios, los hombres se apartaron también los unos de los otros. Aparecieron, así, las divisiones, la lucha entre hermanos, las guerras y el odio.

Sin embargo, “tanto amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo Único, para que quien crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna[1]. Así, el Hijo de Dios desciende a los hombres creados por Él, para ofrecerles el poder de volver a Dios y unirse entre sí. “Dios se encarnó”, dice el Padre Dumitru Stăniloae, “fue crucificado y resucitó, como hombre, para reunir en Sí Mismo a todos los que estaban separados, en la eternidad de Su amor al Padre y del Padre para con Él”[2].

Antes de Su Crucifixión y Resurrección, Cristo le presenta al Padre, orando, Su deseo más ferviente: que los hombres se unieran entre sí. “Oro”, dice Cristo, “para que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, que ellos también sean uno en Nosotros (...) para que sean uno como Nosotros somos uno: Yo en ellos y Tú en Mí, para que sean perfectamente uno”[3].

Viviendo entre los hombres y con Su Muerte y Su Resurrección, Cristo sana al hombre y destruye el muro que separaba a la humanidad y a Dios, otorgándonos la unidad entre nosotros. En la festividad de las Santas Pascuas concientizamos de forma especial esta verdad y exclamamos: “Ahora todo está lleno de Luz; el cielo, la tierra, y lo que está debajo de la tierra”[4]. “Alégrense los cielos y regocíjese la tierra dignamente, y que festeje el mundo entero, visible e invisible; porque Cristo resucitó. ¡Gozo eterno!.[5]

Amados fieles,

La festividad de la Resurrección del Señor ha sido, a lo largo de los tiempos, un momento de excelsa felicidad para los rumanos ortodoxos, dondequiera que se encuentren. Las injustas fronteras los han mantenido lejos los unos de los otros, pero su idioma común y, especialmente, la misma fe, los han guardado en unidad de pensamiento. Alimentados por los misterios de la fe en Cristo, al interior de la misma Iglesia Ortodoxa, los rumanos han visto cumplido su anhelo de estar juntos en una nación que los abarque a todos.

Al cumplirse 100 años de un suceso de gran importancia para nosotros (la unión de Basarabia con Rumanía, N. del T.), es justo que le agradezcamos a Dios por todo lo que ocurrió en tales fechas. La fe en la Resurrección de Cristo fue, en esos momentos, al igual que hoy, una fuente de fuerza en la esperanza de realización de aquel deseo de unidad.

Ha pasado un siglo desde aquel momento privilegiado. Algunos de los logros alcanzados se mantuvieron, otros se fueron perdiendo. Aún hay territorios rumanos despojados, mientras que el éxodo de millones de rumanos a otros países genera terribles problemas ante el reto que significa la continuidad y unidad nacionales. Hay, igualmente, mucha división entre nosotros, y el problema de la (baja) natalidad es cada vez más preocupante.

Si analizamos con justicia las realidades que, a lo largo del tiempo, llevaron a la realización de la gran Unión de 1918, constataremos que las mismas cosas son necesarias también hoy para superar las dificultades que enfrentamos.

La fe en Dios, la pertenencia a la misma Iglesia, la procreación de hijos, los estadistas capaces de entender el curso de la historia, y la capacidad de sacrificio de militares, sacerdotes, maestros, médicos, campesinos, etc., prepararon el gran acontecimiento de 1918.

Esos mismos aspectos son necesarios hoy. Volver a Cristo, defender los valores de la familia y asumir la condición de pertenecientes a este pueblo, son cosas absolutamente necesarias para una existencia recta, normal y digna.

Cristianos ortodoxos,

Un gran padre espiritual de nuestra Iglesia, el padre Sofián Boghiu, decía que: “nuestro propósito en este mundo es llenarnos de Dios”[6]. Todos nuestros planes, nuestro esfuerzo, nuestra lucha, nuestros conocimientos o riquezas, y nuestras armas o diplomacia serán incapaces de llevarnos a alguna parte, si estamos vacíos de Dios, de Resurrección, de eternidad. “Buscad primero el Reino de Dios y Su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura[7], nos dice Cristo.

No se puede hablar de unidad, en ningún aspecto de la existencia, si falta Dios, si no hay un estado de arrepentimiento y si el fuego de la oración no arde. Tanto la armonía de las fuerzas espirituales del hombre, como la cohesión en el seno de la familia o la nación, no pueden ser alcanzados fuera de nuestra relación con Dios, con el Misterio de la Resurreción, con la cultura del corazón y de la mente abierta al sufrimiento de los hombres y la eternidad. Cualquier otro abordaje del asunto es “dar caza al viento”[8], una pérdida de tiempo y “vanidad de vanidades”[9].

En el sentido de lo enunciado, en estos días de Pascua tendríamos que analizarnos a nosotros mismos y a nuestro entorno, viéndolo todo en la luz de la Resurrección de Cristo. Situándonos a nosotros mismos, a quienes nos rodean y a todos los demás en relación con el Misterio de la Resurrección, encontraremos la respuesta a muchas de nuestras dudas y la solución para incontables problemas.

Injertados en la luz de la Resurrección, alcanzaremos, ante todo, la convicción de que la muerte no tiene la última palabra en nuestra existencia. “La muerte ha sido destruida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde, muerte, tu aguijón venenoso?”[10], se pregunta el Santo Apóstol Pablo. Y si la muerte no es definitiva, todo debe ser visto en una luz que da sentido y profundidad a todo lo que existe: el hombre, la naturaleza, la familia, la nación, el universo.

La luz de la Resurección de Cristo, puesta en el centro de la vida de los hombres, les ofrece tanto un único centro de referencia como un camino para acercarse mutuamente. Mientras más se acercan a Dios, más conscientes se vuelven los hombres de la unidad entre ellos. En esta perspectiva, todo y todos obtienen un provecho. La familia se fortalece, la nación permanece unida, los enemigos desaparecen, la Iglesia se regocija y Dios es glorificado.

Con la esperanza de que la luz de la Resurrección de Cristo comprende profundamente muchísimas almas, les confío las bendiciones, el perdón y el amor de Dios. Que sus hijos sean muchos y crezcan sanos, que las realizaciones materiales se multipliquen con el trabajo honrado, que el suelo nacional sea la casa de todos, y que los que están lejos vuelvan al terruño paterno. Que la oración y el trabajo de todos abarque también a los rumanos moldavos en los territorios expoliados. Que su dolor y añoranza sean los de todos, para que todos nos encontremos en la misma Patria y en la misma Iglesia, con la voluntad de Dios, cuando sea el momento adecuado para ello.

Ante todos y cada uno de ustedes, vengo y pronuncio la verdad redentora: ¡CRISTO HA RESUCITADO!, esperando de todos el mismo testimonio y respuesta pascual: ¡EN VERDAD, CRISTO HA RESUCITADO!

Su padre y hermano en el servicio a la Iglesia de Cristo,

 

           † TEÓFANO

            Metropolitano de Moldova y Bucovina

 

Notas bibliográficas

[1] Juan 3, 16.

[2] P. Dumitru Stăniloae, Teologia Dogmatică Ortodoxă, vol. 2, Editura Institutului Biblic şi de Misiune al Bisericii Ortodoxe Române, Bucarest, 1997, p. 263.

[3] Juan 17, 20-23.

[4]Canonul Utreniei Învierii” (Canon de la Gloriosa Resurreción), cântarea a 3-a, stihira a doua, în Penticostar, Editura Institutului Biblic şi de Misiune al Bisericii Ortodoxe Române, Bucarest, 1999, p. 16.

[5] „Canonul Utreniei Învierii” (Canon de la Gloriosa Resurreción), cântarea întâi, stihira a treia, în Penticostar, p. 16.

[6] P. Sofian de la Antim, „Smerenia, poarta spre Împărăție” (La humildad, puerta al Reino), în Familia Ortodoxă, nr. 9 (44)/ 2012, p. 1.

[7] Mateo 6, 33.

[8] Eclesiastés 1, 14.

[9] Eclesiastés 1, 2.

[10] 1 Corintios 15, 54-55.