La seria exhortación de San David de Eubea a todos los sacerdotes
El sacerdote, aceptando su misión, dedica su vida a cuidar el rebaño de Dios, sin pedir nada a cambio.
Con la bendición del arzobispo, el padre David convocaba a la sede de la diócesis unos tres o cuatro sacerdotes cada semana. Oficiaban en la capilla del sótano, lugar acondicionado por él como si fuera un pequeño monasterio. Cada mañana concelebraban la Divina Liturgia, en la tarde los oficios vespertinos, de noche las Completas y, en los lapsos que les quedaban libres, conversaban largamente sobre los asuntos cotidianos que cada sacerdote creía conveniente puntualizar.
En uno de esos coloquios, el padre David les dijo a los clérigos reunidos con él:
—Hermanos míos, el pueblo que Dios les confió está hambriento, adolorido, y muchas veces sufre el yugo de la esclavitud. Todos ellos son nuestros hijos, nuestros hermanos, y necesitan de nuestro consuelo. Pero ¿cómo reconfortarlos, si no estamos a su lado, si no sufrimos con ellos y ni siquiera sentimos su soledad y su dolor? Cierto es que nuestras condiciones de vida tampoco son las mejores, pero tenemos que poner a un lado nuestro dolor, porque ellos son nuestros hijos, y nos ven como a sus padres. Y no me digan “nosotros tenemos nuestra propia familia, nuestros propios hijos, y también ellos pasan hambre”. Si se los confiamos a Dios, nada malo podrá pasarles, porque nuestro deber es preocuparnos del rebaño que Él nos encomendó, de esos hijos Suyos que nos confió cuando fuimos ordenados. ¿Es que podemos dormir en paz o encerrarnos en nuestra casa con nuestros hijos naturales, sabiendo que nuestras ovejas se hallan en peligro de ser atacadas por el lobo, incapaces de defenderse por sí mismas? ¿No tenemos la cultura suficiente como para ayudarlas con nuestros consejos? ¿No tenemos rodillas, para llenar la noche con nuestras postraciones? ¿No tenemos a Aquel que nos envió como pastores de Sus ovejas, para que le pidamos con nuestras plegarias que nos conceda la sabiduría y la luz necesarias para pastorear nuestro rebaño? Cultura no tenemos, pero ¿virtud y amor no podemos tener? Con el amor logramos que confíen en nosotros y, cuando no prediquemos con palabras, hagámoslo con nuestra propia vida en la virtud.
—Pero, padre, sucede que también nosotros tenemos hijos y vivimos en la misma situación que todos los demás...
—Hermano mío, desde hace tanto tiempo he venido hablando de esto… ¿y aún no has entendido nada? Bien, te comprendo. Claro que nadie abandona y se olvida inmediatamente de sus propios hijos. Pero yo no he dicho que deban olvidarse de ellos, sino que hay que dejarlos en las manos de Dios, para concentrarnos en nuestras “ovejas”: el pueblo de Dios que nos fue confiado. ¿No lo entiendes? ¿Sabes qué significa estar tan preocupados por nuestros problemas personales, que no podemos desprendernos de ellos? Significa que no hemos tomado en serio nuestra misión, y que tampoco creemos en ella. Hay que entregarse por completo al pueblo de Dios, poniendo en un segundo plano, por un instante, a nuestros propios hijos y nuestro hogar… ¡pero sin dejar de amarlos! Y entonces, ¿qué sucederá? Si cada uno de ustedes pone en práctica esto que acabo de decirles, sus feligreses acudirán pronto a ayudar a sus hijos. Porque pensarán: “¡Si el padre de estos niños dedica tanto tiempo a nosotros, a nuestra parroquia, alguien tiene que cuidarlos a ellos!”. Pero también puede que esto no suceda. Aún así, ¿es posible que Aquel cuyas “ovejas” ustedes cuidan, desatienda el hogar de cada uno de sus sacerdotes? ¿A qué se debe el hecho de que la familia de un sacerdote bueno y diligente viva en mejores condiciones que la del poblador más acomodado? A las bendiciones de Dios, porque, el sacerdote, aceptando su misión, dedica su vida a cuidar el rebaño de Dios, sin pedir nada a cambio. Luego, el bienestar de su propia familia no se debe a que sepa administrar sus bienes. Si es aplicado y diligente en su labor, verá todo esto de forma mucho más clara. Y, si no lo ve, es que no ha entendido su responsabilidad. No se habrá quedado sin dormir, procurando lo mejor para su rebaño, porque jamás ha sufrido por él. Esa indiferencia le mantiene los ojos cerrados y no le permite ver la verdadera importancia de su misión.
Con estos consejos, el padre David hizo que los sacerdotes allí reunidos guardaran un profundo y sobrecogedor silencio, reflexionando sobre todo lo dicho. Y es que no solamente las palabras del padre David eran fruto de su trabajo espiritual, sino, ante todo, su propia forma de vida.
(Traducido de: Cuviosul David „Bătrânul” – „Copilul” Înaintemergătorului, traducere din limba greacă de Ieroschimonah Ștefan Nuțescu, Editura Evanghelismos, București, 2003, pp. 74-76)