Palabras de espiritualidad

La tentación del fariseísmo

  • Foto: Stefan Cojocariu

    Foto: Stefan Cojocariu

Translation and adaptation:

Los mandamientos de Cristo nos son de provecho en tanto nos llevan a un encuentro vivo y real con Él.

Son muy conocidas las palabras pronunciadas por el Señor en cotnra de los fariseos (en el capítulo 23 del Evangelio según San Mateo). Los acusa de que “atan cargas pesadas e insoportables y las echan a los hombros del pueblo, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas”, que “hacen todas sus obras para que los vean los demás”, que “les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes”, “ser saludados en las plazas y que los llamen ‘maestros’”, que “cierran el Reino de Dios a los hombres”, y que “devoran los bienes de las viudas mientras aparentan hacer largas oraciones”. Lo deseable es que ninguna de esas palabras pueda aplicarse a algún sacerdote de nuestros días. Pero una actitud normal y espiritual ante tales palabras no es, en ningún caso, la de asumir que ellas en nada nos conciernen a nosotros. Si procediéramos así, nos haríamos culpables de una actitud farisaica, actuando como esos que le respondieron al Señor que eran los “hijos de Abraham” y, en consecuencia, se consideraban superiores a los demás, rechazando incluso la idea de que hubiera algo errado en su comportamiento.

Sin embargo, si somos humildes y consideramos que esas durísimas palabras del Señor pueden estar dirigidas también a nosotros, obtendremos un gran provecho espiritual, porque nos ayudarán a mantenernos en un permanente estado de vigilia. Yo recomiendo leerlas al menos una vez al mes, junto con un honesto análisis de nuestra propia vida, intentando identificar las situaciones en las que podríamos haber actuado de la forma mencionada por el Señor. Por ejemplo, algunas veces, el sacerdote es invitado a sentarse “a la cabeza de la mesa”; esto, en sí mismo, no tiene nada de malo. Pero el sacerdote tendrá que preguntarse si ocupar ese lugar es algo que realmente deseaba, si se deleitó con ese “honor”, o si fue invitado y, aunque bien hubiera podido sentarse en cualquier otro lugar, para no molestar a sus anfitriones, terminó aceptando tal privilegio.

Uno de los más prolíficos filósofos cristianos, el ruso Nicolái Berdiáyev, encontraba en el nuevo fariseísmo una verdadera amenaza para el cristianismo. “Hoy en día, sería un error creer que la estigmatización de los fariseos, que se puede encontrar en todo el Evangelio, se refiere solamente al pasado más lejano, a los maestros del pueblo hebreo. El fariseísmo sigue siendo un elemento que juega un enorme rol en la vida de la Iglesia histórica, sofocante para la teología y la moral cristianas”, afirma Berdiáyev en un artículo de 1935. El fariseísmo implica, para él, un enfriamiento de la “llama generada por la primera revelación, y la instauración del reinado de la norma y el formalismo”, siendo un fenómeno observable en todas las religiones del mundo. Es una forma de caída para el hombre, como una multiplicación o repetición de su primera caída, ocurrida en el Paraíso.

El hecho de que el hombre tenga esta tendencia, de reducir una vida espiritual “viva”, activa, a una serie de normas que se propone respetar, es, igualmente, una señal de su debilidad. Los mandamientos de Cristo nos son de provecho en tanto nos llevan también a un encuentro vivo y real con Él. De lo contrario, dichas normas, asumidas en sí mismas, fácilmente pueden convertirse en piedra de tropiezo, en modelos para una moral bien articulada, pero inerte, que no puede deificar al hombre.

El momento de la confesión es ese en el cual, en mayor medida que en otras situaciones, podemos hacer uso de los beneficios de semejante autoevaluación, partiendo de la premisa que la tentación del fariseísmo sigue presente en nuestros días y lo seguirá estando hasta el final de los tiempos. Si recordamos las palabras: “atan cargas pesadas e insoportables y las echan a los hombros del pueblo, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas”, entenderemos mejor por qué los padres espirituales más experimentados jamás prescriben a sus discípulos cánones más severos de lo que ellos mismos podrían cumplir. Así es como evitaremos la doble medida o doble estándar que aplicamos a nuestra propia persona y a los otros, evitando así las vergonzosas palabras con las que a veces nos reprende el pueblo: “Haz lo que dice el padre, no lo que hace”.