La tristeza benigna, un don de Dios
Entristezcámonos, sí, pero no por el mal que nos causa nuestro semejante, sino por nuestros propios pecados, con los cuales nosotros mismos entristecemos a Dios.
Dios nos dio también la tristeza. Pero no para que nos perjudicáramos a nosotros mismos, acudiendo a ella en los momentos y situaciones más inapropiadas, destruyendo la salud de nuestro cuerpo y alma, sino para que de ella extrajéramos el mayor provecho espiritual posible. Por eso, no debemos entristecernos cuando sufrimos algo malo, sino cuando cometemos algo malo. Sin embargo, solemos actuar a la inversa. Así, aunque cometamos muchas iniquidades, no nos entristecemos, no sentimos ningún pesar. Pero si sufrimos el más insignificante de los males, caemos en la congoja más profunda y dejamos de pensar que las tristezas son la señal del cuidado que Dios nos procura.
Luego, la tristeza y la congoja no nos fueron dadas para que sufriéramos cuando muere alguien cercano a nosotros, cuando perdemos dinero o cuando somos puestos a prueba por alguna desgracia, sino para ayudarnos en nuestra lucha espiritual. Entristezcámonos, sí, pero no por el mal que nos causa nuestro semejante, sino por nuestros propios pecados, con los cuales nosotros mismos entristecemos a Dios. Nuestros pecados apartan a Dios, en tanto que las ofensas y los daños que nos causan los demás lo acercan a nosotros, para protegernos.
(Traducido de: Sfântul Ioan Gură de Aur, Problemele vieţii, Editura Egumeniţa, Traducere de Cristian Spătărescu şi Daniela Filioreanu, p. 251)