La valiente alegría de la fe
El hombre le teme a la duda cuando siente que, si su visión del mundo titubea, su realidad entera titubea también, y no le queda ya en dónde poner los pies.
Puede parecer extraña la afirmación, escuchada de labios de un creyente, defendiendo con inspiración y confianza el derecho que todos tienen a dudar. De hecho, esta es solamente otra expresión de la conocida idea de que el hombre debe ser sincero hasta el final, de forma incondicional, siempre dispuesto a dudar hasta de su propia existencia y de sus propias convicciones. Esto es posible cuando creemos que hay algo inmutable que constituye el objeto de nuestras búsquedas.
No podemos ir más allá de los límites del día de hoy, si nos da miedo sospechar de su contenido.
Este aspecto es muy importante en la investigación científica. Es importante, también, en el pensamiento filosófico, y no lo es menos en la experiencia religiosa. No podemos crecer más de lo que los límites del día de hoy nos permiten, si nos da miedo sospechar de su contenido. Y, en lo que respecta al aspecto religioso, uno de los autores de la Iglesia del siglo IV, San Gregorio de Nisa, decía que si intentáramos construir una imagen integral de Dios, constituida por los indicios de la Escritura, la Divina Revelación y la experiencia de los santos, y si creyéramos que esta imagen nos da una representación de Dios, con certeza habríamos creado un ídolo y dejaríamos de ser capaces de encontrar al verdadero Dios Vivo, Quien no es sino vida y movimiento.
Lo mismo podemos decir sobre las visiones filosóficas: inmediatamente después de que alguna de estas se vuelve una verdad incontestable y ya no se puede someterla a la duda, es que ya no se puede creer en el progreso y en la posibilidad de profundizar... Si esto ocurriera, estaríamos destinados a vivir con la vista hacia atrás, hacia lo que ya se dijo, lo que ya se encontró, lo que ha sido enunciado como verdad incontestable, como si ver para adelante no tuviera ya sentido y hasta fuera peligroso. Semejante actitud es una cobardía ante la vida, es un temor a la verdad, es una negación de la polivalencia y profundidad de la realidad. Y lo que estoy diciendo sobre la ciencia o la filosofía puede ser dicho también sobre los coceptos religiosos, pero no en el sentido de que Dios cambia, sino en el sentido de que podemos pasar con una alegria y una inspiración inmensas junto a nuestras representaciones infantiles o juveniles, para crecer y conocer en mejor medida al Dios Vivo, Quien es imposible de ser expresado por medio de imágenes o palabras.
Cuánta alegría hay en el hecho de saber que el hombre se puede superar a sí mismo, que la humanidad es tan grande, que cualquier generación, tomando el sitio de la precedente, observa la herencia del pecado sin convertirse en sierva o cautiva de aquella, sino que, basándose en lo ya descubierto por la experiencia cristiana o el pensamiento humano, se puede superar a sí misma, deviniendo en algo completamente nuevo, inédito; así, las consecuencias de unas presunciones estadísticas toman la forma de una dinámica continua, transformándose en creatividad y alegría.
La actitud ante la vida, la constitución interior que llamamos “fe”, es decir, la certeza edificante y el equilibrio que contienen tanto misterio y duda es, me parece, una de las más grandes felicidades en la vida de cada quien. Y creo que esta alegría proviene de muchos manantiales, se basa en muchas causas.
En primer lugar, el hombre que mira la vida con coraje y destreza, aquel que de la misma manera observa a su semejante, a la sociedad en la que vive, a la naturaleza y la historia, no tiene miedo de situarse frente a frente con la realidad, superando el equilibrio inerte, la placidez de la cual sufren muchos, debido a que no les alcanzan sus fuerza para arrojarse a los dominios de lo desconocido, porque no pueden superar el miedo, la cobardía y la debilidad. Pero, en el momento en que decidimos arrojarnos con toda valentía a lo desconocido, frente a frente, nuestras fuerzas interiores se reúnen y se enciende en nosotros la alegría de crecer, en la medida que crece nuestro valor.
Se necesita de mucho valor para creer en el hombre
He hablado sobre la fe en el hombre y sobre la fe del experto en la ciencia. En ambos casos, la fe consiste en el hecho que el hombre está absolutamente convencido de que la oscuridad y lo desconocido, que tanto le asustan, contienen una revelación, un sentido, que el caos presente podría ser atravesado en cualquier momento por un haz de luz que llamamos “sentido”, y que habrá de crear una armonía, aún parcial, primordial.
Esta confianza, sin embargo, no resuelve completamente el problema: el valor es siempre necesario, porque para creer en el hombre se necesita de mucho valor. Algunas veces, el hombre pude ser inmensamente aterrorizante.
Mas, allí en donde el dominio de la fe está lleno de duda, en donde el mismo hombre es puesto bajo un signo de interrogación con su fe, también allí hallamos una fuente de alegría en la esperanza, en la degustación y la osada anticipación del hecho que la oscuridad será rota por la luz, que el caos asumirá la forma de la armonía, que lo absurdo adquirirá un sentido. Con esta actitud dinámica, aquel que procede a buscar, aquel que comienza a encontrar siente que vive; descubre que pasa de la muerte a la vida. Y se vuelve vivo no solamente en la actividad y sus manifestaciones, sino vivo hasta la raíz de su ser, consciente del hecho que la vida brota en él sin agotarse, que este poderoso torrencial, esta vida profunda descubierta en nuestro interior comprende en sí un entero universo, incluyendo al hombre y todo lo demás, de lo microscópico hasta lo más grande. Aquí deja de asustarnos la duda, porque, como dije, la duda no depende del objeto de análisis, de la naturaleza, del hombre o de Dios, sino de nuestra representación actual referente a estas entidades. Con cuánta elegría, con cuánta esperanza podemos descubrir que nosotros mismos somos puestos en duda, somos puestos en duda por aquellos que nos rodean, somos puestos en duda por la naturaleza y la vida pública, somos puestos en duda por Dios. Y no solamente nuestras convicciones, sino nosotros mismos, nuestra valentía, nuestra sinceridad, nuestra bondad. Esto es lo que nos pide el mundo que nos rodea: el hombre, la sociedad, la ciencia.
Una nueva plenitud de la vida y una nueva plenitud de la fe
Esta confrontación del objetivo, que nos pide bondad, sinceridad y justicia extrema, da a luz en nosotros una felicidad de la fe que no puede ser tocada por nada más. Esto lo vemos en el científico que alcanza la verdad afanándose con toda su alma, su mente y su arrojo. Vemos también al que trabaja entre sus semejantes, que se encuentra con ellos frente a frente y está atento al que le pone quizás la última, la pregunta decisiva. O aquel otro que vive sumergido en sus actividades comunes y necesita permanecer ante multitud de personas con toda responsabilidad, y también ante la justicia humana.
He aquí de donde proviene la osada alegría de la fe. Pero esta, repito, es inaccesible para cualquiera. Esta fe, este camino es el comienzo de cualquier vida creativa. Para los fieles, la alegría de la fe descansa, en última instancia, en Dios Mismo, Quien es el que creó todo, a mí, a las cosas que me rodean, a mis semejantes; para Quien todo, trátese de lo material o lo espiritual, el hombre, la sociedad, la ciencia, la naturaleza y el arte, todo tiene un sentido en el devenir humano; Quien es el último, el más profundo impulso dinámico que me solicita abrirme, entender y presentarme frente a frente. Y, en esta audacia de la fe, obtener un nuevo conocimiento, una nueva plenitud de vida y una nueva plenitud de fe.
(Traducido de: Antonie Bloom, Despre îndoială și credință, Editura Cathisma, 2007)