Palabras de espiritualidad

La veladora que se encendió sola una noche de Pascua: los frutos del arrepentimiento

    • Foto: Magda Buftea

      Foto: Magda Buftea

Ordena que de Tu fuego se encienda esta veladora, para que, así, reciba la certeza de Tu piadoso perdón, que es siempre indulgente. Luego, en la nueva vida que me has de conceder, guardaré celosamente Tus mandamientos y no me apartaré del temor a Ti. Y te serviré con mayor esmero que hasta hoy”

Un asceta vivía en lo solitario de la montaña, avanzando en el temor de Dios, en el área en donde vivió el gran Antonio. Muchos se beneficiaban de sus palabras y actos. Viendo todo esto, el maligno se lleno de perfidia en contra suya y le sugirió la siguiente idea: “Ya que eres un temeroso de Dios, ¿no sería conveniente que otros te sirvieran a ti, siendo indigno de servir a los demás? Si no, al menos sírvete a ti mismo. Por eso, ve a la ciudad y vende tus cestos; luego, cómprate todo lo que necesites. Al terminar, regresa a tu soledad, sin contárselo a nadie”. Esto le susurró el maligno, envidiando la paz de este virtuoso hombre y lo que hacía agradablemente ante Dios y para provecho de los demás, porque, como todos sabemos, el maligno siempre busca cómo perjudicarnos.

Luego, él, que hasta entonces había sido un conocido y apreciado asceta, sometiéndose a aquel pensamiento, tomo la decisión de salir de su celda. Ignorante de las mil y un artimañas del maligno, en el camino se encontró con una mujer y, entrando en conversación con ella, al poco tiempo, viéndose ambos en un sitio desierto, inducidos por el demonio, cayeron en pecado. Entendiendo inmediatamente la alegría que le había causado al maligno con su falta, cayó en desesperanza, sabiendo que había entristecido al Espíritu Santo, a los ángeles y a los Santos Padres, muchos de los cuales vencieron las tentaciones aún viviendo entre los demás. Y se entristeció profundamente, olvidando que el Señor es pronto para dar fuerzas a quienes ponen sus esperanzas en Él. Aún más, olvidando cómo se sanan los pecados, pensó que lo mejor era quitarse la vida, arrojándose al torrente del río, para mayor satisfacción del astuto. Tan grande era el pesar que le inundaba, que empezó a sentir que le faltaban fuerzas para seguir andando. Y si nuestro Misericordioso Señor no le hubiera ayudado, habría muerto sin arrepentirse. Así, espabilando, se preguntó cómo podría demostrar su contrición, para mitigar a Dios, entre lágrimas y suspiros. Entonces, lo primero que hizo fue volver a su celda. Despúes de cerrar la puerta con llave, se echó a llorar, tal como se llora sobre un muerto, y a pedirle a Dios, ayunando y velando con fervor, hasta que su cuerpo empezó a debilitarse cada día más. Los demás monjes que venían a visitarlo, al llamar a la puerta recibían como respuesta: “¡No pueden entrar! ¡Le prometí a Dios que permanecería encerrado durante un año, para llegar a la contrición!”. Y les pedía: “¡Oren por mí, que soy un indigno!”. Y no les decía nada más, para no perturbarlos con los detalles de su falta, porque era muy respetado por todos los monjes.

Así transcurrió el plazo que se había fijado el contrito asceta. En las vísperas de la Pascua, en la noche de la Resurección, tomó una lamparilla y le puso aceite. Viniendo el ocaso, empezó a orar, diciendo: “Misericordioso y Benevolente Señor, a Ti, que deseas que todos los pecadores se salven y vengan al conocimiento de la Verdad, a Ti acudo, Salvador de nuestras almas. ¡Ten piedad de mí, que tanto te he enfadado y que tantas ignominias he cometido para satisfacción del maligno! Soy como un muerto, obedeciendo lo que el enemigo me dicta hacer. Pero Tú, que te apiadas de los impuros y los infames, Tú que nos enseñas a ser piadosos con los demás, apiádate de mi indignidad, porque no hay nada imposible para Ti, porque mi alma ha descendido a los infiernos. ¡Apiádate de Tu criatura, porque eres Bueno! Tú, que el Día de la Resurrección Final alzarás los cuerpos deshechos y desintegrados, escúchame, porque mi alma se ha debilitado y mi miserable cuerpo está exangüe, esa misma carne que mancillé con el pecado. Pero me he acordado del temor a Ti y, levantándome, me he atrevido a convertir el pecado en arrepentimiento. Dos pecados tengo: mi caída en falta y la desesperanza que vino después. Resucítame, que estoy exánime. Y ordena que de Tu fuego se encienda esta veladora, para que, así, reciba la certeza de Tu piadoso perdón, que es siempre indulgente. Luego, en la nueva vida que me has de conceder, guardaré celosamente Tus mandamientos y no me apartaré del temor a Ti. Y te serviré con mayor esmero que hasta hoy”.

Al terminar de pronunciar estas palabras, con los ojos llenos de lágrimas, se incorporó para ver si la lamparilla se había encendido. Y, viendo que nada ocurría, cayó nuevamente de rodillas con el rostro hasta el suelo, para volver a orar: “Sé, Señor, que con la forma de vida había llevado hasta hoy bien podría haber sido coronado, pero, al haber descuidado los caminos que debía seguir, me dejé atraer por lo dulce de la carne y me arrojé a lo impuro. Así, Señor, apiádate, para que nuevamente dé testimonio de Tu bondad ante mi falta, ante todos los ángeles y justos. Y, si no les es de perjuicio, también ante los demás hablaré de mi caída en pecado. ¡Ten piedad de mí, que ante Ti me descubro, para enseñarles a los demás! ¡Resucítame, Señor!”.

Luego de repetir tres veces su plegaria, el arrepentimiento del monje obtuvo respuesta. Levantándose, vio que la lamparilla se había encendido con una hermosa llama. Lleno de regocijo, supo que el Señor había atendido su súplica. Y una inmensa alegría le inundó, por el don de Dios y Su piadoso amor a la humanidad. Y se regocijó en el Espíritu, porque el Señor le confirmó el perdón de su pecado, atendiendo su humilde oración. Y empezó a repetir: “¡Te agradezco, Señor, porque en esta vida pasajera te has apiadado de mí, que soy indigno, con esta señal grande y nueva, dándome valor ante Ti! ¡Porque perdonas, con misericordia, las almas de Tus criaturas!”.

(Traducido de: Proloagele, volumul I, Editura Bunavestire, pp. 482-483)