Las heridas que nos provocamos al hablar de más
No son pocos esos que se creen piadosos, pero que no saben controlar su propia lengua. No son pocos esos que, al volver de la iglesia, después de haber escuchado la Palabra del Señor e incluso después de haber comulgado con Su Sangre y Cuerpo, arrojan palabras crueles y venenosas contra sus semejantes.
No son pocos esos que se creen piadosos, pero que no saben controlar su propia lengua. No son pocos esos que, al volver de la iglesia, después de haber escuchado la Palabra del Señor e incluso después de haber comulgado con Su Sangre y Cuerpo, arrojan palabras crueles y venenosas contra sus semejantes. ¡Cuántos hay entre nosotros que no saben poner límite alguno a su lengua, hablando sin parar y sin contenido alguno, desde el amanecer hasta el ocaso! Y, desde luego que entre tanto palabrerío sueltan muchas que son vacías y maliciosas, sabiendo que nuestro Señor Jesucristo dijo: “Os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio. Porque por tus palabras serás declarado justo y por tus palabras serás condenado” (Mateo 12, 36-37).
En verdad, hablar en vano no hace sino vaciarnos completamente el alma. Nosotros mismos nos provocamos graves heridas no sólo cada vez que pronunciamos palabras podridas e inútiles, sino también cada vez que nos detenemos a escuchar a quien las dice. A muchos les gusta escuchar las murmuraciones e injurias pronunciadas por otros en contra de sus semejantes, haciéndose, así, igual de culpables ante Dios por aquel pecado.
(Traducido de: Sfîntul Luca al Crimeei, Predici, Editura Sophia, București, 2004, p. 83)