Las murmuraciones nos hacen asemejarnos al maligno
Condenar a mi hermano es una expresión de crueldad, odio y maldad. Y “quien odia a su hermano es un asesino”, como dice San Juan el Teólogo (I Juan 3,15). En consecuencia, condenar al otro y calumniarlo es igual a matarlo.
El que condena a su semejante no lo ayuda, sino que lo perjudica. Con todo —y sabiendo esto—, mientras más palabras negativas le dirige, mejor se siente. Así, dejándose llevar por sus propias palabras, puede llegar a un punto en el cual, con su propia lengua, empiece a echar fuego sobre el sacrificio del otro. Basta con un poco de fuego para quemar un bosque entero. La misma lengua que deberíamos usar para alabar a Dios, la utilizamos para blasfemar y condenar a nuestro prójimo.
Esa forma de condenar a los demás es algo emparentado con la calumnia, porque muchas veces adquiere la misma forma. Solemos condenar a los demás por lo que hemos escuchado decir a otros, sin haber comprobado si su pecado es cierto; luego, ¿qué es esto? Simplemente, murmurar y calumniar. Con sus murmuraciones, el que condena a los demás se asemeja al demonio. La palabra “diablo” viene del griego, y en búlgaro se traduce como “calumniador”. Si es así, preguntémonos, ¡¿es posible que condenar a los otros tenga algo en común con la virtud?!
En la misma medida en que el demonio puede ser considerado un modelo de integridad, las calumnias tienen un sitio entre las virtudes del cristiano. Condenar a mi hermano es una expresión de crueldad, odio y maldad. Y “quien odia a su hermano es un asesino”, como dice San Juan el Teólogo (I Juan 3,15). En consecuencia, condenar al otro y calumniarlo es igual a matarlo. Quienes se embelesen haciéndolo no heredarán el Reino de los Cielos.
El que murmura contra su semejante está demostrando que le falta el amor al prójimo. “¿Qué otra causa podría tener esto (las calumnias), sino el hecho de que no hay amor en nosotros?”, dice el anciano Doroteo, porque, si tuviéramos amor, observaríamos los defectos de nuestro hermano con dolor y compasión, como está escrito: “El amor cubre una multitud de pecados” (I Pedro 4, 8). “El amor no toma en cuenta el mal” (I Corintios 13, 5). Luego, el amor no puede condenar a nadie.
El amor perdona todo. No hay nada que le haga murmurar contra el otro. Para condenar a tu semejante, se necesita que te falte el amor en el corazón. A menudo, la envidia instiga a los cristianos más débiles a condenar a sus hermanos. Ciertamente, quien no encuentra otro medio para desvalorizar la dignidad de su semejante, empieza a indagar en sus debilidades y actos viciosos desconocidos, para burlarse de él delante de los demás. Así, la envidia, esa pasión diabólica, se alimenta del fango de los acciones de los demás.
(Traducido de: Arhim. Serafim Alexiev, Nu judeca și nu vei fi judecat, Editura Sophia, p. 60-62)