Las pretensiones exageradas de los padres aturden al niño
La religión es la “sal”. La sal es buena, dijo Cristo, pero todos sabemos lo que pasa si no la medimos al ponerla en la comida... Por eso, tratándose de la educación de nuestros hijos —en los tiempos actuales—, lo recomendable es ser sensatos, tener tacto, y no pretender usar esquemas demasiado rígidos.
Tomando en cuenta la situación del mundo contemporáneo, es muy recomendable ser prudentes en lo que respecta a las pretensiones que tenemos para con nuestros hijos, porque podrían llevarnos a obtener resultados completamente insatisfactorios.
La religión es la “sal”. La sal es buena, dijo Cristo, pero todos sabemos lo que pasa si no la medimos al ponerla en la comida... Por eso, tratándose de la educación de nuestros hijos —en los tiempos actuales—, lo recomendable es ser sensatos, tener tacto, y no pretender usar esquemas demasiado rígidos, porque podría suceder lo que voy a describirles.
El niño, como sucede con la mayoría de infantes, trabajosamente se levanta temprano para ir a la escuela. Y aunque no hace ningún tipo de gimnasia para terminar de despertarse, sus padres le apremian para que comience inmediatamente con sus oraciones matinales.
La oración del pequeño debería ser simple pero fervorosa, brotando desde su corazoncito: “Señor, me voy a la escuela. Ayúdame a permanecer atento y a ser diligente todo el día. Ilumina mi mente. Líbrame de encontrarme con personas malas, de tener problemas y de perderme. Envíame Tu santo ángel para que me ayude y me proteja. ¡Acepto Tu santa voluntad, así que bendíceme, Señor!”. Y, persignándose con devoción, el niño tendría que partir a la escuela, dispuesto a realizar aquello que Dios le ha preceptuado hacer.
¿Pero qué sucede en realidad? El pequeño balbucea a toda prisa esas oraciones que ha aprendido formalmente, sin llegar a entenderlas completamente. Se persigna con descuido, hace alguna inclinación y sus ojos huyen una y otra vez al reloj. “¡Eh! ¡Pero qué oraciones tan largas...!”, piensa. Sin embargo, no las puede acortar, porque siente la mirada inquisitiva de su abuela, que permanece a su lado. Mas cuando ésta se aleja un momento, ¡qué alegría!, el pequeño hace como si ha terminado de orar, presto para salir corriendo a la escuela, porque, quién sabe, quizás tenga unos minutos extra para jugar con los otros niños en el patio. Siente también un gran alivio porque no ha tenido que repetir esa larga lista de nombres, en su oración, especiamente los de muchos familiares difuntos que nunca conoció. Además, “¿Para qué pedir por ellos? ¡Pero si la abuela dice que todos fueron buenas personas...! ¡Han de estar ya en el Cielo!”, reflexiona.
En la escuela, los demás chicos se deleitan comiendo salchichas, bocadillos de jamón y cosas semejantes. Y nuestro pequeño les mira con envidia, pero también condenándoles: “¡Pecadores! ¡Hoy es día de ayuno!”. Y esa indisposición, nacida de la envidia y la censura, crece gradualmente en el niño. Empieza a rechazar a sus compañeros, de tal forma que se gana cierta fama de “antipático” e “irritable”. Después de un tiempo, el niño comienza a ser lento para obedecer a sus padres y, como consecuencia, éstos le castigan. ¿Qué es lo que sigue? Que el niño se vuelve temeroso y empieza a esconder sus errores, sus demoras, su dejadez y sus travesuras, mintiéndoles a sus padres y a todos los demás.
Y, de hecho, ¿qué le impide hacer lo que quiere? Pronto comenzará a comprar esas salchichas y bocadillos en la cafetería de la escuela, porque, de todas formas, “ellos” nunca lo sabrán. ¿Y Dios? “Tranquilo, me arrepentiré cuando me toque ir a confesarme. Diré que, en general, no he sido tan obediente, y listo. El padre me absolverá y Dios me perdonará”.
Así, poco a poco, el niño comienza a alejarse interiormente del rigor y de los esfuerzos que implica su religión, sintiéndose cada vez más “vivo”, más “feliz”. ¿Y quién es el culpable de todo esto? Sus propios padres, por haber hecho que ese “yugo” se volviera tan insoportable para el niño, que éste ha empezado a buscar la manera de librarse de él. ¡Sería mejor que lo hubieran dejado comer con los otros niños, jugar y pasear con ellos, que forzarlo a esconderse, a mentir, a hacer pillerías y a orar con falsedad!
(Traducido de: Viaţa de familie, traducere din limba rusă de Adrian Tănăsescu-Vlas, Editura Sophia, Bucureşti, 2009, pp. 91-93)