¡Lavándonos el alma obtenemos la alegría más duradera!
Todos los mandamientos son “instrucciones” para obtener la alegría y saber conservarla. ¡Es cierto, al principio parece muy difícil! Pero tenemos que empezar justo en donde más nos duele.
¿Cómo obtener esa alegría que nadie podría quitarme jamás?
—Trayendo a Dios a mi vida. Dios me da una fuerza. Dice el Evangelio: “a todos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre”. Así es como obtenemos la alegría: ¡recibiendo y aprendiendo a vivir y a trabajar con ese poder!
Sí, aprendamos. Somos capaces de aprender —a los sesenta o setenta años— a utilizar un ordenador o a manejar electrodomésticos cada vez más sofisticados, pero rechazamos aprender qué es lo que Dios nos da, en dónde nos lo da, cómo conservarlo y cómo se trabaja con la Gracia, con Dios.
¿Cómo? Cumpliendo con Sus mandamientos: perdona, “que no se ponga el sol sobre tu enojo”; ¡no dice “no te enfades”, gracias a Dios! Dice: “que no se ponga el sol sobre tu enojo”, y todo lo que nos enseña la Santa Iglesia. Todos los mandamientos son “instrucciones” para obtener la alegría y saber conservarla. ¡Es cierto, al principio parece muy difícil! Pero tenemos que empezar justo en donde más nos duele.
Aprendamos de lo que hacemos para vivir: comemos, respiramos, bebemos agua. Lo mismo debemos hacer por nuestra vida espiritual. En primer lugar, debemos lavarnos el alma. Nos bañamos, nos damos una ducha, nos perfumamos el cuerpo... es bueno, pero ¡no nos pongamos esos perfumes tan fuertes, que terminaremos intoxicando a todos cuando vayamos a algún monasterio! Lo mismo debemos hacer con nuestra alma. Nos lavamos con la Santa Confesión, nos perfumamos con la oración, nos acicalamos con las buenas obras, ¿no? Cuando haces una buena acción, es como si te estuvieras acicalando el “pelo” espiritual, crespo, agradable... ¿Qué más hacemos? Comemos. Comámonos al Señor con Su Cuerpo y Sangre, en la Eucaristía, ¡pero comámonos también Su palabra y Su Nombre!
Respirémoslo también. Que la oración de todo el día, “¡Señor, ten piedad! ¡Madre de Dios, ayúdame!”, sea como nuestra respiración. Dice el Apóstol: “¡Oren sin cesar!” . “¿Pero yo qué puedo hacer? ¿Estar todo el día de rodillas, rezando?”. ¡Tranquilo! Muchas veces, cuando estás de rodillas, ni siquiera oras. Puedes estar de rodillas leyendo un libro, mientras tu mente se va a no sé dónde. Luego, “sin cesar” significa “tal como respiramos”. Así, digamos: “Señor, gracias por esta agua que estoy por beber”. “Señor, te agradezco por...”, “Señor, ayúdame a...”, “Señor, mira lo que tal persona está haciendo...”, etc. Así es como el hombre aprende, con ese “Señor” permanente en su boca, hasta hacerse uno con Él.
¡Lo que pasa es que no nos atrevemos a tomar esto en serio! ¡Por favor, atrévanse! ¡Inténtenlo!
(Traducido de: Monahia Siluana Vlad, Meșteșugul bucuriei - vol. 2, Editura Doxologia, 2009, p.275)