Palabras de espiritualidad

Lo que implica la “Oración de Jesús”

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Cuando nuestro corazón se sienta como un volcán apagado, debemos encenderlo nuevamente con la invocación del Nombre de Cristo: “Señor Jesucristo, Hijo del Dios Vivo, ten piedad de mí”. Y la llama del amor divino tocará nuestro corazón.

Al comienzo del esfuerzo ascético resulta difícil llegar a entender los caminos que Dios nos reveló; así, intentamos evitar la lucha abierta en nuestro interior en contra de la tentación. Pero podemos quedarnos en un letal estado de incomprensión, preguntándonos por qué Dios, Amor absolutamente perfecto, quiso que el camino que lleva a Él fuera tan terrible por un tiempo. Y entonces le pedimos a Él que nos revele los misterios de los caminos a la salvación. Poco a poco, nuestra mente se ilumina y nuestro corazón reúne las fuerzas necesarias para seguir a Cristo y, con nuestros pequeños dolores, acercarnos a los dolores que Él sufrió. Es indispensable vivir tanto el dolor como el temor, si queremos conocer las profundidades de nuestro ser y hacernos capaces de cumplir con el mandamiento del amor: afuera de la experiencia del sufrimiento, el hombre permanece indolente en lo espiritual, medio adormecido, ajeno al amor de Cristo. Sabiendo esto, cuando nuestro corazón se sienta como un volcán apagado, debemos encenderlo nuevamente con la invocación del Nombre de Cristo: “Señor Jesucristo, Hijo del Dios Vivo, ten piedad de mí”. Y la llama del amor divino tocará nuestro corazón.

Alcanzar la “Oración de Jesús” es igual a ganarnos la eternidad. En todos los momentos importantes y difíciles, en los que nuestro organismo físico se desintegra, la oración “Señor Jesucristo…” se convierte en el atuendo del alma. Aunque la actividad cerebral se interrumpa y se vuelva difícil recordar y pronunciar cualquier otra oración, el luminoso conocimiento de Dios, que brota de la invocación de Su Nombre, asumido de forma personal por nosotros, jamás podrá ser borrado de nuestro ser. Después de ver el final de nuestros padres, quienes partieron a la eternidad en un profundo espíritu de oración, debemos estar convencidos de que la paz que inunda cualquier mente nos llenará también a nosotros, para así entrar a la eternidad. “Jesús, ten piedad de mí… Jesucristo, apiádate, sálvame… Jesús, sálvame… ¡Jesús, Dios mío!”.

(Traducido de: Arhimandritului Sofronie, Sa vie est la mienne, Éditions du Cerf, 1981)