Lo que significa invocar el Nombre del Señor
Al hombre no le queda sino un solo pensamiento, un solo deseo, una sola aspiración: glorificar a Dios en Espíritu y Verdad. Y ese estado se alcanza especialmente por medio de la oración y el arrepentimiento: “¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador!”.
¿Acaso hemos olvidado que somos templos de Dios y que Su Espíritu vive en nosotros? (I Corintios 3,16). Cada persona está llamada a convertirse en templo del Espíritu Santo. Esta es la vocación fundamental del cristiano. Para hacernos morada del Dios Vivo, es necesario portar en nosotros el Nombre del Señor: “He santificado este templo que has construido para que resida en él Mi Nombre por siempre” (III Reyes 9, 3).
En la Santa Escritura, la invocación del Nombre del Señor es fuente de salvación. En el Nuevo Testamento, las cosas son aún más concretas, palpables: el Nombre —salvador por excelencia— que nos fue dado y revelado es el de nuestro Señor Jesucristo. Al principio, en el período apostólico, los cristianos eran llamados “los que invocan el Nombre de Jesús” en todo momento y lugar. Y esto lo hacían para trabajar y mantener el Reino en su interior, para conservar la llama del Descenso del Espíritu Santo. Pero, tal como dice el Apóstol Pablo, para agradarle al Señor y dar frutos, esa invocación del Nombre de Jesús debe brotar de un corazón puro.
La Iglesia Ortodoxa ha permanecido fiel a esa tradición. Por medio de la paternidad de los primeros monjes —los padres del desierto—, de los santos ascetas y de los autores de la Filocalia, la Iglesia invita a los discípulos de Cristo a esa invocación continua del Nombre de Jesucristo.
Esta oración podría parecer demasiado simple. Y, teóricamente, así es. Pero en la práctica es muy difícil. Porque estamos divididos en nuestro interior: mente y corazón, cuerpo y alma, pensamientos y visión. Nada de eso está unido. Vivimos con la mente separada del corazón. Nuestro espíritu es como una veleta. Nunca estamos en paz. Luego, la invocación del Nombre de Jesús es un remedio contra esa escisión de nuestro ser y también en contra de esa agitación mental. Es una ciencia que aprendemos a lo largo de nuestra vida entera. Grabar el Nombre de Cristo en nuestro corazón y hacerlo resonar incesantemente en nuestro pecho es tanto un acto de coraje como un don de la Gracia.
El propósito de la oración es hacer que el hombre sea capaz de experimentar la presencia del Dios Vivo. Esta presencia es extremadamente benéfica. Es terapéutica, nos purifica, nos salva. Su fuerza “engulle” el espíritu de maldad que hay en nosotros, además de sanar nuestro corazón y nuestra mente. Es una fuerza que une a todo nuestro ser. En esta unidad, el anhelo de Dios domina a la persona en todas las dimensiones de su ser y existencia. Con esto, al hombre no le queda sino un solo pensamiento, un solo deseo, una sola aspiración: glorificar a Dios en Espíritu y Verdad. Y ese estado se alcanza especialmente por medio de la oración y el arrepentimiento: “¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador!”.
Traducido de: Zaharia Zaharou, revista Itinéraires : Recherches chrétiennes d'ouverture (Le Mont-sur-Lausanne, Suisse), Nr. 23, 1998.