Los pasos de la vida monacal y la salvación del monje
El monje parte de la vida de pecado “contraria a su naturaleza”, avanza —por medio del arrepentimiento— a la vida virtuosa, “natural”, y con su perseverancia intenta alcanzar el estado “sobrenatural” de la santidad.
Con el arrepentimiento como punto de partida, el monje empieza su lucha por alcanzar la perfección y la deificación en el seno y según la doctrina de la Iglesia, de la cual es miembro inseparable. Para él, el cimiento de todo está en la renuncia al mundo y la negación de su propia voluntad. El monje es “producto” de la contrición y no entiende el arrepentimiento en el limitado contexto del dejar de hacer algo malo, sino que lo asume como una forma más completa de matar el mal, aun al nivel del pensamiento más simple, esmerándose en borrar de su memoria el mismo recuerdo del mal. Después del arrepentimiento, su segunda acción más persistente es alcanzar las virtudes, al punto de verlas como algo totalmente natural, siguiendo el modelo de vida de nuestro Señor Jesucristo. El siguiente —y último— paso del monje es “raptar” su mente por medio de la Gracia del Espíritu Santo, en la contemplación de lo divino.
Estos tres estados, tal como los hemos presentado de forma somera, son los límites naturales y las leyes por las que la naturaleza humana puede —con el don de nuestro Señor Jesucristo— alejarse del espacio de la corrupción y de la muerte, a donde fuera condenado después de la caída de nuestros protopadres. Por medio de estas leyes, el hombre puede volver a la excelsa dignidad de la deificación, que siempre ha sido el propósito de la creación de Dios y que también fue la razón, después de la caída, de la venida de nuestro Señor Jesucristo.
En otras palabras, el monje parte de la vida de pecado “contraria a su naturaleza”, avanza —por medio del arrepentimiento— a la vida virtuosa, “natural”, y con su perseverancia intenta alcanzar el estado “sobrenatural” de la santidad. En estos tres estados se mueve el monje, en ellos radica el motivo de sus trabajos y sacrificios. Ahora veremos cómo.
El temor de Dios, fruto de una fe introductiva, es el primer peldaño en el camino del arrepentimiento, desde el cual empieza el monje. Este comienzo, que de forma práctica es apartarse de todo lo terrenal, se llama “renuncia al mundo”, en tanto que permanecer fuera de lo que es propio, personas o cosas, se llama “enajenación”. El motivo que impone esta separación del mundo es que, viéndose rodeado de un cúmulo de ocasiones para pecar, que el mundo le ofrece en una amplia variedad, el hombre se siente atraído a infringir los mandamientos divinos. Ese quebrantamiento repetido de los mandamientos mengua aún más el carácter del hombre, ya afectado por la caída, debilidad que le fuera transmitda cual herencia de su naturaleza, como dicen aquellas palabras: “los designios del corazón humano son malos desde su juventud” [1]. Tal como a los enfermos se les prescribe apartarse de lo que les hace daño y también se les recomienda el reposo, a aquellos que quieren librarse de los impulsos e inclinaciones del hombre “viejo”, es decir, de sus pasiones y apetitos, tienen que apartarse de toda causa de pecado. ¿Acaso no fue esto lo que Dios le pidió a Abraham, cuando lo llamó a conocerle y lo preparó para futuras promesas? El Señor le dijo: “Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré” [2].
Apartarse del mundo y enajenarse, como primeros pasos, constituyen, al mismo tiempo, un testimonio práctico del hombre que se arrepiente con sinceridad, porque demuestra la renuncia a una vida anterior de pecado y le impone el mismo llamado divino a vivir de forma virtuosa: “Por eso, salgan de en medio de esa gente y pónganse aparte, dice el Señor. No toquen nada impuro, y Yo los recibiré. Y seré para ustedes un Padre, y ustedes serán Mis hijos y Mis hijas, dice el Señor todopoderoso” [3]. Distanciándose de toda ocasión de pecado, el monje deja de pecar y se preocupa por borrar sus faltas anteriores, mismas que reconoce movido por la contrición y la compunción del corazón. El amor al sacrificio, tan grande como un contrapeso al amor pecaminoso por los placeres, le da también una profunda conciencia, y todos sus actos y sus pensamientos quedan ligados al sufrimiento redentor.
Una premisa absolutamente necesaria es apartarse de la vida “contraria a la naturaleza”, a la cual pertenece por completo el hombre “viejo”; por eso es que el monje se esfuerza en negar ese “yo” anterior, para así ascender a la vida nueva que el Señor nos ofrece con Sus divinos mandamientos. (El monje tiene que ser) amante del esfuerzo, austero, manso, callado, humilde, obediente, casto. Ciertamente, los dos últimos aspectos mencionados representan las dos virtudes principales del monje. Fiel a los dictados de su guía espiritual, lucha sin cejar “por no privarse de ninguna” de las santas virtudes.
(Traducido de: Gheron Iosif Vatopedinul, Cuvinte de mângâiere, traducere de laura Enache, în pregătire la Editura Doxologia)
[1] Génesis 8, 21.
[2] Génesis 12, 1.
[3] II Corintios 6, 17-18