Me dan ganas de salir huyendo
Si huimos del dolor, sea utilizando analgésicos o euforizantes, sea escapando por caminos extraños, que nos llevan a quién sabe dónde, estimularemos el mal que hay en nosotros y viviremos en un permanente descontento, desasosiego o incluso ansiedad.
“Me dan ganas de salir huyendo”, dice muchas veces el que se siente agobiado por los problemas. Él quisiera huir a algún lado en donde encuentre paz, tranquidad y bienestar... ¡sin hacer ningún bien, pero esperando obtener la paz de Dios! ¡Así es como el hombre comienza a elegir el camino más largo, tanto como el horizonte!
¡Este arranque de rebeldía frente a los sufrimientos de la vida es una forma de desobediencia a la misericordia de Dios, que se esconde en nuestro dolor! El nos dió el dolor para que, escuchándolo, lleguemos al hilo que lleva directamente a nuestro corazón. Allí descubriremos las fuentes del mal, porque allí está la “esclavitud de Babilonia”, en la que hemos caído por miedo a la muerte y desde allí podemos llamar al Señor, Manantial de todo Bien y Vencedor del mal.
Si huimos del dolor, sea utilizando analgésicos o euforizantes, sea escapando por caminos extraños, que nos llevan a quién sabe dónde, vamos a estimular el mal que hay en nosotros y viviremos en un permanente descontento, desasosiego o ansiedad. ¡Y lo peor de todo es que, a donde sea que vayamos y sea lo que sea que hagamos, seguiremos encontrando ese mal del que estamos huyendo! “¿Por qué?”, te preguntarás. ¿Acaso existe un lugar en este mundo, en el que podamos encontrar todo lo que deseamos? ¡Por supuesto que sí! Existe, como dije, en nuestro corazón, en su profundidad. Pero, ¿cómo entrar allí? Por medio del camino angosto, el de la aceptación de lo que podemos ver en nosotros, en nuestro semejante y en nuestro entorno y con la añoranza de lo que no se puede ver. Bendiciendo lo que se ve y llamando al Señor, hacemos desaparecer las penumbras que nos rodean y alcanzamos la Luz. ¡De hecho, la Luz nos conduce!
¿Por qué es tan angosto el camino de la aceptación y de la bendición? Porque no podemos entrar en él si no es crucificando nuestro deseo de que el mundo y los que nos rodean sean como quisiéramos, el deseo de que sea nuestra razón quien venza, el deseo de venganza, de rebelión, el deseo de imponer el bien así como nosotros lo concebimos, el deseo de obtener lo que queremos, indiferentemente de los demás... Y, encima, crucificando el egoísmo, esa enfermedad nuestra que consideramos ser nosotros mismos...
La aceptación y la bendición en el Espíritu Santo son duras, pero son el camino certero hacia la alegría que nadie podría quitarnos jamás. ¿Por qué? ¡Porque todo lo que desea nuestra alma debe ser absoluto y perfecto! Y esto no se encuentra sino en Dios: ¡no lo podríamos obtener si no es en Él! Él mismo nos enseña ésto cuando nos pide, “Busquen ante todo el Reino”. ¡Sólo en una realidad que tenga al Absoluto como Rey amante de la humanidad, podríamos ser felices! Y como el Reino está y viene en nosotros, en la escondida morada de nuestro corazón, inútilmente lo buscamos afuera. Descendamos, pues, allí, con el Señor, llamándolo, bendiciéndolo y aceptando con Él la “maldad diaria”. Solamente después de esto, todo cambiará, todo se hará nuevo. ¡Solamente después de esto, se cumplirá la promesa “y todo lo demás se les dará por añadidura”, tan deseada por nosotros!
(Traducido de: Monahia Siluana Vlad, Uimiri, rostiri, pecetluiri, Editura Doxologia, p. 67-69)