Meditaciones sobre el Domingo del Triunfo de la Ortodoxia
El ícono nos presenta, no un rostro ordinario, corruptible y perecedero, sino el rostro glorificado y eterno; no el cuerpo terrenal, sino el cuerpo transformado, el cuerpo nuevo de después de la resurrección.
El primer domingo de la Gran Cuaresma, es el Domingo del Triunfo de la Ortodoxia, es decir, la fiesta de la victoria de la Ortodoxia en contra de todas las herejías y desviaciones que la atacaron durante ocho siglos, pero, ante todo, es la celebración del restablecimiento de la veneración a los santos íconos, que tuvo lugar en el último de los concilos ecuménicos, después de muchos años de lucha cruenta en contra de la fe correcta.
La victoria de la Ortodoxia es la consecuencia natural de la promesa del Señor, cuando dijo que ni siquiera las puertas del infierno podrán vencer a Su Santa Iglesia. Todas las persecuciones paganas y las injusticias sufridas a lo largo de la historia terminaron cayendo y deshaciéndose como las olas del mar ante la solidez de la roca, que es Cristo.
Para los cristianos, quienes se sacrifican espiritualmente al ayunar, la victoria de la fe es una poderosísima forma de aliento para no cejar en la lucha, sino librarla con mayor determinación, sabiendo que, estando Dios con nosotros, nadie nos podrá hacer nada.
Esta festividad es aún más luminosa, por la importancia que reviste la honra a los santos íconos para nuestra vida cristiana.
Como teológicamente afirman los grandes Padres de la Iglesia, Dios tomó un cuerpo humano para hacer Dios al hombre, “aun habiendo descendido, de lo que está en lo Alto no se ausentó” (Himno Acatisto a nuestro Señor Jesucristo) y darles, a quienes crean en Su nombre, el poder de hacerse hijos de Dios (Juan 1, 12). Habiéndose hecho visible y palpable, nuestro Señor Jesucristo puede ser representado, en el ícono, como un Hombre. Pero el cuerpo del Señor no es el cuerpo pecador del hombre, sino un cuerpo santo, deificado e incorruptible de la vida posterior a la resurrección general, porque Cristo es la primicia de nuestra resurrección. Y es que los santos, con su sólida fe, su cumplimiento de los mandamientos de Dios, su sacrificio y su paciencia, se alzaron, ya desde esta vida, a la mayor semejanza posible con Cristo, dejádonos como ejemplo el luminoso ícono del hombre deificado. Y esto es lo que nos presenta también el ícono pintado. El ícono nos presenta, entonces, no un rostro ordinario, corruptible y perecedero, sino el rostro glorificado y eterno; no el cuerpo terrenal, sino el cuerpo transformado, el cuerpo nuevo de después de la resurrección. El ícono es la representación del hombre espiritual, la santidad visible para los ojos materiales. Y ya que los santos, en su vida terrenal, estaban llenos del Espíritu Santo, la Gracia viene también a sus íconos, como lo hace también con sus santas reliquias. De esta forma, el ícono es una presencia viva de Dios, “Quien es imponente entre Sus Santos”, según Su promesa de estar con nosotros todos los días y que nosotros mismos sentimos cuando escuchamos esas palabras, presencia que gustamos con la Santa Eucaristía y veneramos en el ícono.
En el Himno Acatisto a la Madre del Señor, escuchamos: “¡Alégrate, rayo de la Luz sin ocaso! ¡Alégrate, rayo del día del misterio!”. Como un rayo de luz de otro mundo, el ícono es una ventana a la eternidad, por medio de la cual vemos a Dios con nuestros ojos corpóreos. Por eso, cuando vemos el ícono, nuestros ojos no se detienen en la materia de la que está hecho —madera y pintura—, sino que nuestra mente va más allá de esa materia y se eleva a un conocimiento místico de lo que no se ve, y la veneración presentada al ícono llega hasta el santo representado en él y, por medio suyo, hasta Dios, que es la Fuente de toda santidad.
En consecuencia, el ícono tiene una gran importancia para nuestra salvación. Es un modelo para nosotros: nos muestra lo que también nosotros tenemos que llegar a ser, la santidad que debemos alcanzar en nuestra vida, con el auxilio de la Gracia del Espíritu Santo. Y no solamente es un modelo, sino una guía espiritual en la vida cristiana, especialmente la vida de oración, porque los santos que aparecen en los íconos, con todos los sentidos físicos sordos y mudos para el mundo exterior, son la encarnación de la oración. De hecho, el ícono mismo es también oración. Luego, la Gracia que mora en el ícono no es pasiva, sino que se participa también a los fieles que lo veneran, sanando sus debilidades espirituales y físicas, además de constituirse en un formidable protector contra los ataques del maligno.
En la primera semana de este ayuno, hemos luchado contra las fuerzas del maligno, nos hemos purificado el alma y el cuerpo por medio del arrepentimiento, el sacrificio, la oración y las lágrimas, y comulgado con los Divinos Misterios, para renovar en nosotros el ícono del hombre espiritual. ¿En qué medida creemos que lo hemos logrado?
La fiesta de los santos íconos nos presenta el modelo realizado por los santos, para que podamos hacer la semejanza entre lo que somos y lo que tenemos que ser. Así las cosas, viendo esa semejanza nuestra con el modelo, nos volvemos a la humildad y sentimos la necesidad de imitarlo, multiplicando nuestros esfuerzos y purificándonos con el ayuno que viene en los próximos días y hasta el final de nuestra vida; “damos sangre y recibimos espíritu”, como dicen los Santos Padres, para hacernos merecedores de la inefable vida de los santos.
Y en esto tenemos un gran auxilio: la Gracia divina, las oraciones de los santos y sus santos íconos. Venerándolos y besándolos con devoción, nos hacemos parte del don del santo representado en cada ícono y nos llenamos de fuerzas y valor para continuar con nuestra lucha.
El fuerte interés que, en la actualidad, muchos sienten por los íconos más antiguos, tiene un significado muy profundo. El hombre necesita ejemplos vivos de santidad, pero estos son cada vez más escasos. Por otra parte, los pintores han perdido la destreza necesaria para elaborar los íconos, y terminan haciendo retratos de hombres terrenales y no de santos, de hombres llenos de la semejanza con Dios. Esos “íconos” no tienen cómo apaciguar la sed del alma, del mismo modo en el que el agua pintada no calma la sed del cuerpo.
De ahí el interés por los auténticos íconos, los íconos más antiguos, fruto de la devoción y la fe de quienes los elaboraron y de aquellos que se santificaron y se llenaron de la Gracia por medio suyo.
(Traducido de: Protosinghelul Petroniu Tănase, Ușile pocăinței. Meditații duhovnicești la vremea Triodului, Editura Doxologia, Iași, 2012)