Mi casa es tuya, hermano
Arrodillado bajo el ícono, en las penumbras del ocaso, el anfitrión de las gratíficas disposiciones divinas espera la llegada del forastero extenuado y pobre, del caminante desconocido e ignorado, del peregrino sin pan y sin lecho donde descansar.
La hospitalidad es la ley del hombre restaurado por los dones de Cristo. Arrodillado bajo el ícono, en las penumbras del ocaso, el anfitrión de las gratíficas disposiciones divinas espera la llegada del forastero extenuado y pobre, del caminante desconocido e ignorado, del peregrino sin pan y sin lecho donde descansar. El lienzo de de la hospitalidad reconforta a frente sudada, el vigor del vino humedece los labios secos, la suave conversación y un rostro afable reaniman al solitario viandante.
La hospitalidad es tener un alma abierta, acogedora y benefactora; es una ley humana que va más allá de la elección. El hombre pone su propia casa —y también a sí mismo— a disposición de un desconocido, de un semejante suyo que lo necesita, de uno que está lleno de carencias y soledad. Acoger a tus hermanos, tus padres o cualquier otro pariente no significa respetar la ley de la hospitalidad.
La hospitalidad se halla en los niveles superiores de la humanidad y es una expresión de la más perfecta lucidez. Ser hospitalario significa acoger a todos los que llaman a tu puerta, convidar a los pobres, a quienes no tienen dónde cenar, a los que no tienen hogar, a los que han sido rechazados o marginados, significa recibir a tu hermano, que es también una criatura de Dios; es recibir a la verdad encarnada.
La hospitalidad no puede ser entendida por medio de las normas sociales de la moral, sino solamente por medio de las disposiciones espirituales que nos rigen, que son parte de la vida y la luz celestial.
(Traducido de: Ernest Bernea, Îndemn la simplitate, Editura Anastasia, 1995, pp. 96-97)