Palabras de espiritualidad

No les pidamos a nuestros hijos aquello que ni nosotros mismos podemos cumplir

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Me acuerdo de una frase que leí y que me impresionó por su claridad: “Muchas veces nos apresuramos en convertirnos en santos, sin antes procurar llegar a ser humanos”.

Si nos entristece que nuestro esposo/nuestra esposa y nuestros hijos no quieran o no acepten entrar al camino del Señor, volver a la Iglesia y hacer lo que Dios espera, si nos enfada que no lo hagan o que sean indiferentes ante este problema, basta con que pensemos primero en la rapidez o la lentitud con la que nosotros mismos cumplimos la voluntad del Señor. ¿Estamos siempre dispuestos y disponibles para hacer en el acto lo que Dios nos pide? No, pero nos esforzamos... ¡Algunas veces pasan años enteros hasta que logramos corregir algo, a costa de mucho esfuerzo y trabajo!

Entonces, ¿cómo podemos pedirles a los demás que hagan rápidamente y con esmero lo que les pedimos, si nosotros mismos no somos capaces de cumplir las palabras de Dios, esas palabras que son divinas y no humanas? A menudo nos fijamos expectativas exageradas y urgentes, y nos equivocamos creyendo que deberíamos de recibir desde el inicio aquello que queremos alcanzar al final. Una cosa es el objetivo y otra la forma de alcanzarlo. Una cosa es el principio y otra el final del camino. Nos comportamos como si ya hubiéramos obtenido aquello que anhelamos.

Por ejemplo, un santo que ha llegado al final del camino puede en verdad haber dejado de enfadarse, habiendo alcanzado la más profunda mansedumbre. Y es que este es el propósito: apartar la ira de nosotros. Muchas veces nos sentimos agitados e intranquilos, porque no lo conseguimos desde el inicio, convencidos de que así es como tendría que ser. Y entonces ¿qué les decimos a nuestros hijos con nuestras palabras o nuestros hechos? “La ira y la furia son cosas prohibidas”. “Si pertences a una familia cristiana, no tienes derecho a enfadarte”. “Están prohibidas las actitudes o los actos negativos como la ira, la furia, el odio y la envidia”. Sin embargo, hay momentos en los que los niños sienten envidia de sus hermanos o de nosotros, sus padres. Muchas veces, sí, por alguna causa real, como las injusticias a las que se ven sometidos.

En muchas familias cristianas están prohibidos los sentimientos desagradables. Todo lo que duela y moleste representa un sentimiento desagradable, especialemente cuando es provocado por otra persona. Pero se trata también de un estado humano, algo que nos ocurre también a nosotros. ¿O es que nosotros, que somos más maduros que nuestros hijos, no tenemos momentos con sentimientos desagradables, inadecuados? No se los podemos prohibir a nuestros hijos, ni con nuestras palabras, ni con nuestros actos. Debido a que con nuestras palabras podemos decir “sí”, es normal que nuestro hijo se enfade, pero con nuestro comportamiento demostramos que no permitimos algo así. Cuando el niño tiene semejante comportamiento, nos oponemos con fuerza. He visto a muchos niños que han generado determinados problemas psíquicos por culpa de esas prohibiciones de los sentimientos malos y negativos. Esos sentimientos se infiltran y con el paso del tiempo pueden dar origen a problemas mentales.

La solución no es, como alguien podría creer, pasar al otro extremo, en el cual todos pueden manifestar sus estados perniciosos, sin límites ni reglas. Así no se puede avanzar en la comunión familiar y esto no nos ayudará en nada, espiritualmente hablando. Antes de controlar y discernir entre sentimientos desagradables y feos, en lo que respecta a la educación de nuestros hijos, necesitaremos reconocer primero que esto existe, que es natural que exista en determinada medida. Cuando el niño ha sido señalado injustamente o le parece que hemos sido injustos con él, se enfurece. Esto debe ser reconocido como una característica natural de cada persona, para poder llegar a la enmienda, a la transformación del alma humana. Si no reconocemos lo que ocurre, no podremos cambiarlo.

Me acuerdo de una frase que leí y que me impresionó por su claridad: “Muchas veces nos apresuramos en convertirnos en santos, sin antes procurar llegar a ser humanos”. Y creo que esto tiene mucha relación con nuestro tema. Es necesario reconocer los grados que debe atravesar el desarrollo de cada niño y de cada persona, para llegar a esos niveles superiores que llamamos “vida espiritual”, de acuerdo a la voluntad de Dios. Claro está, muchas veces esta situación expresa nuestra propia debilidad, nuestra impotencia para aceptar los sentimientos negativos que experimenta el niño.

(Traducido de: Pr. Vasile Thermos, Sfaturi pentru o creştere sănătoasă a copiilor, Editura Sophia, Bucureşti, 2009, p. 249-251)