No sólo con indulgencia, sino también con severidad se debe educar
Cuiden a sus hijos, de tal forma que teman hacer el mal. No actúen con insensatez, llenos de mansedumbre, permitiéndoles que hagan lo que quieran, incluso fechorías. No les permitan que hagan cosas incorrectas, que luego se convertirán en hábitos perniciosos.
Cuiden a sus hijos, de tal forma que teman hacer el mal. No actúen con insensatez, llenos de mansedumbre, permitiéndoles que hagan lo que quieran, incluso fechorías. No les permitan que hagan cosas incorrectas, que luego se convertirán en hábitos perniciosos. Porque las costumbres —buenas o malas— que se adquieren en la infancia y en la juventud, acompañan a la persona hasta su misma vejez y muerte. El niño pequeño se asemeja a un lienzo listo para ser pintado: lo que consiga plasmar el pintor en él, bueno o malo, un ángel o un demonio, permanecerá allí estampado para siempre. Lo mismo sucede con la educación que los padres ofrecen a sus hijos y la forma de vida que le enseñen, agradable o no a Dios, angelical o demoníaca, con ella vivirá hasta morir.
El óleo aplicado sobre un lienzo nuevo nunca perderá su color. De igual manera, lo primero que pongamos en una vasija nueva de arcilla dejará para siempre su impronta aromática, sea mirra o alquitrán. Exactamente lo mismo sucede con la educación de los hijos. Esta es la razón por la cual los niños deben aprender hábitos buenos y agradables, con disciplina y no sólo con indulgencia. Y es que en la juventud la sabiduría se adquiere a través del temor, como dice el Eclesiástico: “No le des rienda suelta en su juventud, corrígelo cuando sea pequeño, no sea que se empecine y se te rebele. Educa bien a tu hijo, lábralo, o si no su mala conducta se volverá en tu contra.” (Eclesiástico 30, 11-12)
(Traducido de: Când şi cum începem să-i vorbim copilului despre Dumnezeu, traducere din limba rusă de Gheorghiţă Ciocoi, Editura de suflet, Bucureşti, 2006, pp. 69-79)