¿Nos interesan más las faltas ajenas que las nuestras?
¿Cómo librarnos de nuestra propia pecaminosidad, cuando la alentamos y nutrimos con la ajena? Díganme, ¿es posible ver hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo?
Los pecados ajenos están lejos de nuestra alma. Por eso, no tienen por qué agobiarnos la conciencia. ¡No daremos cuentas de ellos ante Dios! Más cerca de nuestra conciencia se halla nuestro propio pecado, anidado en nuestro corazón. Este sí que nos amarga la vida. Por él tendríamos que sufrir dolor. Es nuestro enemigo. A este sí que tendríamos que condenarlo y echarlo de nuestra alma, si es que deseamos salvarnos. Sin embargo, nosotros, en vez de hacer esto, nos atrevemos a fijarnos en los pecados ajenos y condenar con severidad a nuestro semejante, según nosotros, para corregirle. ¿Pero qué salvación podríamos alcanzar, mientras ahogamos esta trágica mentira de pecado en una imaginaria devoción por la pureza?
¿Cómo librarnos de nuestra propia pecaminosidad, cuando la alentamos y nutrimos con la ajena? Díganme, ¿es posible ver hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo? ¡Claro que no! Del mismo modo, no es posible condenar severamente a nuestro semejante por sus faltas y, al mismo tiempo, arrepentirnos y sufrir profundamente por las nuestras. Cuando examinamos las debilidades ajenas, nos desviamos de las nuestras. Si hurgamos en el zurrón de enfrente, nos olvidamos del que llevamos en la espalda. Y esto no es otra cosa que un ejercicio de maldad, una “gimnasia” del odio, un avanzar en el desprecio a nuestros semejantes. Condenar a los otros es apartar nuestra falta para ocuparnos con la del hermano. Y, atención, que quien hurga en los pecados ajenos, irremediablemente termina contagiándose de ellos y adquiere un nuevo pecado para su propia conciencia. Aquel que juzga a su semejante pareciera ser insaciable de maldad. No le basta con el veneno de sus propios vicios. Por eso, busca con ansiedad el veneno de los pecados ajenos, para llenarse el alma con ellos.
Juzgar y condenar al otro es como un golpe mortal para la vida espiritual, porque aparta la Gracia de Dios. Para entender qué terrible es juzgar nuestro semejante, pasemos al siguiente relato:
«En un monasterio vivían dos monjes con una vida espiritual tan elevada, que Dios les había concedido el don de verse recíprocamente la Gracia de Dios sobre ellos. Así, cierto día uno de ellos salió afuera del monasterio. En las cercanías, a pesar de ser casi de madrugada, el monje vio que había un hombre comiendo, cosa contraria a las normas monásticas. Juzgándole, lo reprendió: “¡Es muy temprano para comer!”.
Al día siguiente, durante la Divina Liturgia, el otro monje le estuvo observando con mucho asombro, porque no conseguía ver la presencia de la Gracia Divina sobre él, cosa que lo entristeció hondamente. Al volver a su celda, le preguntó al hermano: “¿Por qué no pude ver la presencia de la Gracia sobre ti, como antes? ¿Qué has hecho?”. Este le respondió: “No recuerdo haber cometido algún pecado en especial”. El primero le preguntó nuevamente: “¿No habrás hablado mal de alguien?”. Sólo en ese momento el monje se acordó de que el día anterior había juzgado a aquel hombre que vio comiendo. Así, inmediatamente acudió a confesarse. Luego de una profunda contrición, su pecado le fue perdonado, y la Gracia de Dios nuevamente vino a descansar en él».
Si este virtuoso monje, por el simple hecho de haber juzgado al otro —cosa aparentemente inocente a primera vista,— perdió la presencia visible de la Gracia, ¿qué ocurrirá con nuestras almas, cuando sin cesar condenamos a nuestro semejante, sin considerarlo un pecado?
Mientras sigamos portando adelante el zurrón con los pecados ajenos, dejando los nuestros en el saco de atrás, no podremos avanzar en la vida espiritual. Virtuoso es solamente aquel que sabe cambiar de sitio ambas bolsas, dejando de preocuparse por las faltas ajenas, para esmerarse en desenraizar sus propios vicios.
(Traducido de: Arhim. Serafim Alexiev, Nu judeca și nu vei fi judecat, Editura Sophia, p. 49-52)