Palabras de espiritualidad

Nuestra hipocresía al momento de juzgar las faltas que cometemos

  • Foto: Andrei Agache

    Foto: Andrei Agache

¡Dichosos nosotros, quienes no deambulamos por los extravíos de los pecadores! 

Relataba un sacerdote misionero griego, cómo, una vez que se dirigía a una aldea cerca de Tesalónica, se encontró con un campesino que volvía de trabajar en su huerto. Para poner un poquito a prueba su paciencia, el sacerdote lo saludó: “¡Buenas tardes, eh, pecador!”.  Al escuchar estas palabras, el campesino se enfadó mucho y le respondió: “¿Yo, pecador? ¿Cómo sabe usted que lo soy? ¡Yo soy el mejor cristiano de toda la aldea…! ¡No hay falta en mí que pueda reprocharme!”.

Ante semejante respuesta, el sacerdote trató de cambiar de tema para tranquilizar al labriego, pero no tuvo éxito. El hombre simplemente no quiso hablar más con él y prosiguió su camino, visiblemente enojado. Más tarde, el sacerdote les preguntó a los lugareños quién era aquel hombre, y entonces supo que era, ni más ni menos, el “héroe” de todos los disturbios y escándalos de la aldea. Todos lo evitaban, como si fuera una vaca enfurecida.

Puede que a alguno le parezcan graciosos el enfado del campesino y su forma de pensar. Pero, si meditamos un poco, nos daremos cuenta de que todos pensamos como él. Aquel hombre, sabedor de que todo estaba en orden con su matrimonio, creía que ya con esto bastaba para ser el mejor cristiano.

De igual forma, también nosotros, muchos monjes y muchas monjas, quienes estamos a resguardo del microbio de la lujuria del mundo, creemos que estamos libres de pecado y que vivimos sin mancha alguna. Aunque (por otra parte), muchos alcancemos el nivel de orgullo del demonio, aunque sobrepasemos al mismo Judas con nuestra codicia, aunque todos nos vean como a una vaca enfurecida (debido a nuestra ira), aunque nos comamos la carne de nuestro hermano con las murmuraciones y las injurias, aunque no seamos capaces de controlar el apetito de nuestro vientre y también seamos unos ociosos (más sucios que los cerdos, yo el primero); finalmente, para no alargarme, aunque algunos (incluyéndome a mí) nos revolquemos en el fango de las iniquidades e imitemos a los fariseos con nuestra falsedad, aunque nos creamos bienaventurados y nos sintamos como mansas palomas, nos parece que estamos libres de todo pecado (porque creemos que el único pecado que existe es el desenfreno del mundo, del cual no formamos parte).

¡Dichosos nosotros, quienes no deambulamos por los extravíos de los pecadores! 

Eso es lo que pensamos muchos de nosotros mismos… Pero ¡un momento, hermanos! ¿No nos estaremos engañando? Volvamos al origen del mundo, veamos quién se equivoca, ¿nosotros o la Santa Escritura? ¿Es que Lucifer, quien era el más grande de todos los ángeles, cayó en desenfreno (aunque no tenía cuerpo) y por eso fue echado del Cielo junto con la tercera parte de los ángeles, quienes también terminaron convirtiéndose en demonios? ¿Es que ese orgullo y esa terquedad no constituyen pecado? ¿Es que Adán y Eva, a pesar de no haber cometido pecados carnales, perdieron el Paraíso y, con ellos, toda la humanidad fue condenada a la muerte?

¿Es que la gula y la osadía de nuestros antepasados no son pecados como el desenfreno? ¿El castigo que sufrió Caín fue por haber cometido pecado carnal? Su envidia, que dio lugar al primer asesinato de la humanidad ¿no es, también, un pecado? ¿Qué decir de la codicia de Judas, que lo llevó a vender a su Maestro? ¿Es o no es un pecado? ¿Y los emparejamientos que surgieron en el seno de la Santa Iglesia y las terribles persecuciones que aún hoy no cesan, tienen su raíz en el pecado carnal? ¿El celo desmedido y la abominación, no son también pecados? Porque todos los herejes y los opresores de la Iglesia han sido y siguen siendo personas con un gran celo religioso. Pero ese fervor no tiene equilibrio y por eso odian la verdad y blasfeman contra Dios.

Una cosa más: ¿es que las guerras y la miseria que dominan en el mundo, tienen como origen el pecado carnal? ¿O el deseo incontrolable de mandar a los demás, la avaricia de los bienes ajenos —que espolean al hombre y lo llevan a iniciar cualquier cantidad de conflictos, convirtiéndolo en una fiera salvaje—, no son también pecados, como lo son la lujuria y el desenfreno? Como vemos, hermanos, hasta llegar a los pecados carnales hay otros pecados aún más graves y más difíciles de sanar.

(Traducido de: Sfântul Ioan Iacob de la Neamț - Hozevitul, „Pentru cei cu sufletul nevoiaș ca mine...”Editura Doxologia, Iași, 2010, pp. 388-389)