Oración más oblación
Cuando alguien nos solicite orar por cualquier enfermo, piámosle que ore él también, o al menos que se sacrifique, renunciando a sus propios vicios.
Si le pedimos algo a Dios, sin ofrecerle nada a cambio, nuestra oración no será escuchada. Si me siento y oro: “Dios mío, te lo suplico, haz que X, que está enfermo, sane completamente”, sin hacer algún sacrificio, es como si sólo estuviera diciendo unas palabras hermosas. Sólo cuando Cristo vea mi amor, mi oblación, cumplirá con mi petición. Eso sí, solamente si es para el bien espiritual del otro. Por eso, cuando alguien nos solicite orar por cualquier enfermo, piámosle que ore él también, o al menos que se sacrifique, renunciando a sus propios vicios.
Algunos vienen y me dicen: “¡Sáneme, Padre! Me han dicho que Usted puede ayudarme...”. No obstante, quieren ser ayudados sin hacer el más mínimo esfuerzo. Por ejemplo, le digo a alguno: “¡Deja de comer cosas dulces! ¡Haz al menos este sacrificio, para que Dios te ayude!”. Pero la persona me responde: “¿Para qué? ¿Es que Dios no me puede ayudar así por así?”. Si no son capaces de hacer un sacrificio para ayudarse a sí mismos, ¿cómo podrían hacerlo para ayudar a otros? Hay uno que renuncia a comer dulces, para que Cristo ayude a quienes sufren de diabetes. Otro renuncia a algunas horas de sueño, para que Cristo ayude a quienes padecen de insomnio. Así es como el hombre se emparenta con Dios. Y sólo así Dios otorga Su Gracia.
Cuando alguien me dice que no puede orar por un familiar suyo que está enfermo, yo le recomiendo que al menos haga un sacrificio por la salud del otro. Usualmente le recomiendo hacer algo que será de beneficio también para él.
Recuerdo que una vez vino a buscarme un cristiano de Alemania, cuya hija tenía un avanzado problema de parálisis. Los médicos ya no podían hacer nada. El pobre hombre estaba completamente abatido.
—¡Haz también tú un sacrificio por la salud de tu hija! Postraciones no puedes hacer, orar tampoco... Digamos que no puedes. A ver, ¿cuántos paquetes de cigarros fumas al día?
—Cuatro y medio, Padre.
—Intenta fumar sólo un paquete, y el dinero que darías por los otros, dáselo a algún pobre.
—Un momento, Padre... ¡Que mi hija se recupere, y después dejaré de fumar!
—Entonces no tendría ningún sentido. ¡Debes renunciar ahora mismo al cigarrillo! ¡Arroja el paquete que traes contigo! ¿Amas a tu hija?
—¿Que si amo a mi hija? ¡Me arrojaría desde un sexto nivel por amor a ella!
—No te estoy pidiendo que te arrojes de un edificio, sino que arrojes el cigarrillo. Si haces una locura y te arrojas desde un quinto o sexto nivel, dejarás huérfana a la niña y además perderás tu alma. Lo que te pido es algo mucho más sencillo. ¡Vamos, tira esos cigarrillos a la basura!
Pero no hubo forma de que lo hiciera. Finalmente, partió llorando, tal como había venido. ¿Cómo ayudar a alguien así? Sin embargo, los que entienden las cosas sí que pueden ser ayudados.
En otra ocasión, oí que alguien se acercaba jadeando a mi celda. Al salir, vi que se trataba de un hombre que apenas podía avanzar de la fatiga. Inmediatamente me di cuenta que se trataba de un fumador. Así, le dije:
—Pero, bendito de Dios ¿por qué fumas tanto? ¡Te va a pasar algo malo!
Cuando se repuso y pudo hablar, me dijo:
—Mi esposa está muy enferma y me temo que pronto habrá de morir. Por favor, Padre, le pido que haga una oración, algún milagro... Los médicos ya no saben qué hacer con ella.
—¿Amas a tu esposa? —le pregunté.
—¡Claro que sí! —me respondió.
—Entonces, ¿por qué no haces algo para ayudarla? Ella misma ha hecho todo lo que podía, también los médicos... Y ahora vienes a pedirme que también yo haga algo, que le pida a Dios por ella. ¿Qué harías tú por ayudar a tu mujer?
—¿Qué puedo hacer yo, Padre? —me preguntó.
—Si renuncias a seguir fumando, tu esposa sanará.
Pensé que si Dios consideraba que no era bueno que la mujer se recuperara, al menos él se estaría librando del perjuicio provocado por el cigarrillo. Un mes después, el mismo hombre vino a buscarme, lleno de alegría y gratitud:
—¡Padre, finalmente dejé de fumar y mi esposa se recuperó!
Sin embargo, a los pocos meses regresó a buscarme, apesadumbrado, para contarme que había empezado a fumar nuevamente, a escondidas, y que su esposa se había vuelto a enfermar.
—Ya conoces el remedio. ¡Deja de fumar! —le dije.
(Traducido de: Sfântul Cuvios Paisie Aghioritul, Volumul IV. Viața de familie, Editura Evanghelismos, București, 2003, pp. 245-247)